Juan Sánchez R.
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La escalada de escándalos de corrupción parece no tener fin.
Todos los días nos anuncian un nuevo implicado, otra investigación exhaustiva y
el anuncio de drásticas sanciones. Los trabajadores y los pobres no debemos
dejarnos engañar. Lo que ocurre no son hechos fortuitos o la evidencia de que
hay “algunas manzanas podridas” que pueden contaminar a las demás. El sistema
no se está corrompiendo, la corrupción es el sistema.
Que la transnacional brasileña de la construcción Odebrecht
haya recorrido el mundo ofreciendo y entregando sobornos a funcionarios
públicos –incluidos presidentes o candidatos a serlo-, o chantajeando a
contratistas menores para sacarlos de la competencia o someterlos a su control,
no debería extrañar a nadie. El capitalismo es así, empezando porque se basa en
la apropiación de la mayor parte de la riqueza producida directamente por la
clase obrera, mientras la mayoría de los trabajadores están sumidos en la
miseria.
El afán de incrementar sin límite las ganancias es el
principal motor de la despiadada competencia sobre la que se basa el sistema
capitalista. Así que el problema no son las tácticas comerciales corruptas de
un empresario, menos cuando se trata de una poderosa transnacional. Lo que han
puesto de presente los escándalos es al servicio de quién se encuentran los
funcionarios del Estado y se confirma que, del presidente de la república para
abajo, no son más que la junta de negocios de la gran burguesía, y por lo tanto
susceptibles a las presiones de los diversos sectores que la conforman y
dispuestos a venderse al mejor postor.
Ahora nos piden que confiemos en que los organismos de
control, las llamadas “ías” (Fiscalía, Contraloría, Procuraduría), cumplirán
con su papel de velar por el cumplimiento de la ley y las reglas de “la sana
competencia” en beneficio de la población. Es otra vana ilusión. En el pasado
reciente hemos podido comprobar que estos organismos de control no pasan de ser
herramientas al servicio de la pugna entre grupos de poder, en cuya cúspide se
encuentra una presidencia imperial autoritaria, más parecida a una dictadura
que a un régimen democrático. Lo mismo ocurre con el resto de los poderes
públicos. No podemos confiar en el Congreso de la República, monopolizado por
los partidos del régimen -la absoluta mayoría de sus integrantes no son más que
traficantes de votos y redactores de leyes al servicio de los mismos
empresarios promotores de la corrupción- ni en el poder judicial, en cuya
cúpula se encuentran magistrados de la calidad de Jorge Pretelt, o en el Consejo
Nacional Electoral, al que se le asigna ahora la tarea de juzgar la limpieza en
la contabilidad de los partidos; ninguna de estas instituciones merece la más
mínima credibilidad.
Sólo hay una manera de erradicar definitivamente la
corrupción del ejercicio de la gestión pública y es transformando
estructuralmente el sistema, poniendo los medios de producción bajo el control
de los productores directos, apoyados en la más amplia democracia en la toma de
decisiones. Este régimen político democrático será una profunda revolución y
sólo puede ser conquistado por la más amplia movilización y participación de
las mayorías. El mejor ejemplo que hoy estamos recibiendo los trabajadores y
los pueblos del mundo sobre cómo debemos enfrentar la profunda descomposición
de esta sociedad en crisis, y de la cual la corrupción no es más que un
síntoma, lo está dando el pueblo rumano que ha salido a las calles a exigir la
salida del presidente de la república.
Esa revolución deberá establecer una nueva institucionalidad
basada en el poder efectivo de obreros, campesinos pobres, sectores populares,
indígenas, afrodescendientes, estudiantes y todas las expresiones organizadas
de los marginados y los oprimidos.
En esa perspectiva la convocatoria de una Asamblea Nacional
Constituyente amplia, democrática, soberana, aparece más urgente que nunca. A
esa Constituyente podremos llevar un programa que no sólo corte de tajo las
raíces de la corrupción, como la supresión de la personería jurídica a todos
los partidos que se han prestado para el tráfico de influencias, el saqueo del
erario, o directamente para la expedición de normas que facilitan la
corrupción, sino medidas urgentes que respondan a las necesidades vitales de
las amplias mayorías, empezando por una reforma agraria radical, trabajo
estable para todos con salarios dignos, acceso a la salud a cargo del Estado,
educación gratuita para todos hasta el nivel universitario, vivienda cuyo costo
sea accesible para todas las familias y las más amplias libertades políticas.
En esa Constituyente debemos reivindicar la autodeterminación de nuestro país
frente a los mandatos del gobierno norteamericano y los demás países
imperialistas, rompiendo todos los pactos que subordinan a Colombia a sus
intereses y promoviendo la unidad de los pueblos del mundo contra sus
agresiones militares, en particular el llamado Paz Colombia cuyo único objetivo
es seguir hundiendo a nuestro país en la violencia en beneficio de los
intereses de las transnacionales.
Para propiciar esa profunda revolución debemos aunar
esfuerzos todos los que hoy estamos excluidos por el régimen antidemocrático
imperante, exigiendo garantías políticas para todos, no sólo para quienes han
depuesto las armas a cambio de su participación política en la vida pública,
sino para todos los que hemos luchado contra la desigualdad política y social a
través de las organizaciones de la sociedad civil, los sindicatos, las
organizaciones populares y los partidos políticos revolucionarios.
Los partidos políticos de izquierda que cuentan actualmente
con reconocimiento político o representación parlamentaria, deberían ser los
primeros en sumarse a esta exigencia, demostrando de esa manera que están
verdaderamente comprometidos con la causa de las libertades políticas y la más
amplia democracia.