Alonso Roman Cera Autor |
Son las 11 de la noche de un
viernes, del año 2020. El silencio de la calle 19 con carrera 4ª es total. Son
20 días de encierro. De mirar para dentro, de miedo y sin saber qué pasa.
Porque no sabemos nada. Ni siquiera los que informan. Una noche más en la cama,
fría, solitaria, no esperando nada para el día siguiente. Porque no hay nada.
Sin vacuna, sin lo mínimo vital para sobre vivir y un entorno degradante
producto de 30 años de destrucción de lo público.
Me levanté, en la mañana, más
temprano que de costumbre. La verdad, no sé porque, últimamente, el tiempo me
alcanza más que antes. No hago nada diferente, sólo hago lo mismo intensamente.
Eso sí, tengo más tiempo. La costumbre de ir a una taberna, de caminar las
calles sin rumbo fijo tratando de pensar sobre la incertidumbre del mañana y de
tomar café con mis amigos han quedado atrás. Es más, estoy olvidando el sabor
dulce de bailar una buena canción de salsa acompañado de una dama. Quisiera quedarme acostado, con los ojos
cerrados, y que al abrirlos nada fuera igual a este estado de alarma y
sobresalto que nos acompaña. Ojos bien abiertos para ver fluir las multitudes,
alegres, sin miedo y sin hambre.
No fue así. Todo siguió igual.
Eso sí, al levantarme, tosí fuerte. Me preocupé. Respiré. Retuve el aire unos
segundos en los pulmones. Boté el aire. Lo repetí tres veces. No me dolió nada.
La preocupación bajó. No contento aún, busqué un termómetro. Temperatura
corporal, normal, 36°. No me pasa nada. Tengo que dejar de creer en tanta
basura que llega por la red y de periodistas ignorantes que lo enferman a uno.
Comenzaba mi día. Una hora de
ejercicio. Seis tandas de 20; planchas, lagartijas, abdominales boca
arriba…Continué leyendo los Diálogos Socráticos, en una edición especial
dirigida por un comité selectivo, encabezado por Alfonso Reyes, el gran
intelectual mexicano. Leía rápido, no tenía apuro de tiempo, ni de tarea
alguna, ni de citas en agenda que no disciplinaban a nadie. De repente un
párrafo: “Cuando la epidemia o las terribles plagas caían sobre los pueblos
como castigo de algún antiguo crimen, el delirio se apoderó de algunos
mortales…” (Fedro, Sobre La Belleza). Me llevó de nuevo a la realidad y deje
atrás la Grecia antigua.
Cavilé un poco, No sabía por
dónde empezar. Comencé con RT, continué con Sputnik, seguí con hispantv y cerré
este primer bloque informativo con BBC News Mundo.
Al llegar al último punto, de mi
recorrido, me quedó claro que el mundo está patas arriba. Nada es igual. No hay
duda, el mundo cambiará para bien o para mal. Sí el virus fue un ensayo de
laboratorio o un proceso normal de un mundo en crisis, aún se ha portado
benigno. Y los resultados los tendremos en unos meses. Una vacuna que frene la
pandemia y que enriquecerá a las farmacéuticas o a algún país en particular.
Ahora bien, si ha sido pensado desde el control mundial, nos llevó el chiras.
Esa vacuna nos vendrá con veneno. Tal vez, un chip de control personal. Que
daría el perfil total de los habitantes del planeta, el perfil biológico. En
uno u otro caso, estamos jodidos. Asistimos al control del Gran hermano. Una
sociedad sometida y controlada desde el miedo y los satélites.
En todo esto, Dios se ha hecho el
de oído sordos. Ya es hora que se
defina. Sus iglesias hicieron el ridículo. Cuando no pedían el diezmo, unas,
otras estaban tratando de aplacar la pandemia con rezos y misas. Y nada, la
pandemia era más fuerte que los rezos. Era más poderosa que energúmenos pastores
ignorantes que se colocaron como guarda mallas de un partido de futbol, y
fueron goleados.
Lo que me preocupa es que Dios,
que lo ve todo, esté ciego. Mientras que los satélites, que también ven todo,
están en otra dimensión del control. Es más, hoy, los satélites están dejando
sin oficio al señor. Lo saben todo. Mientras el Papa se atrinchera en San Pedro
sin fieles y con homilía por televisión, los satélites se meten en todos lados,
incluyendo la Santa Sede. Hoy, estos aparatos, saben del nivel de calor de las
personas para evitar contagios, de los perfiles de gente sin rostro y cuantos
panqueques consumimos al desayuno. Los imprudentes, que llamados por el néctar
de la malta se escapan de la cuarentena a buscar un buen trago de whisky, están
pillados. Una cámara cualquiera conectada al satélite los ha visto alzar la
copa. Es más, cuando Dios quiere enterarse de una estupidez de Donald Trump
recurre a los satélites amigos de la Santa Sede.
El miedo está por todas partes.
En países ricos y pobres. En barrios del norte y del sur. Ya no se puede
esconder, porque el virus ataca a todos por igual. Claro, unos pueden
sobrellevar su situación atrincherado con neveras y alacena llenas de víveres y
alimentos mientras otros tienen que recurrir a un subsidio de pobreza que no
llega.
Todo es para llorar. Llorar sobre
el silencio, sobre las ollas vacías, sobre el miedo que han logrado expandir
las redes con opiniones llenas de desinformación pero que hacen daño. Tal vez,
lo poco bueno de este mal que recorre el mundo, es que oigo latir las alas de
una mariposa Monarca en el valle de México. Sí, descansa la tierra. Pareciera
estar en pausa. El ruido de los motores y el silbido de las llantas han
aminorado. Miles de millones de pisadas se han detenido. El retumbar de las voces,
sobre los cerros y montañas, está en silencio. El planeta respira y con él, la
fauna y la flora. El ruido sísmico que perturba su devenir es menor y más
lento. Evidentemente, hay una drástica disminución de las vibraciones y eso se
siente en toda la galaxia. Hay una tranquilidad planetaria y los animales lo
viven. Al vibrar menos la tierra se pueden captar señales venidas de otras
galaxias. Cuanto me gustaría saber de mis hermanos de otros mundos. Que, tal
vez, no han llegado por el ruido ensordecedor que aleja el latir de los
corazones.