Por. Editson Romero Angulo
Periodista Cundinamarques
Video en el link.
https://www.youtube.com/watch?v=acXUestSR1M
(Choachí, 2025 – relato de un testigo con botas manchadas de barro)
| Julio Hernando Rivera y Karen Helena Diaz Rivera. Ganadores del Concurso de Carranga Vereda La Victoria - Choavhí  | 
Llegué al primer amanecer de la Ruta del Festival Campesino con el olor de los fogones trepando por la montaña como una señal. Mazorca recién asada, arepa de maíz pelado que crujía como madera tierna, pan de yuca recién salido del horno, y esos envueltos que son la prueba de que el maíz, cuando pasa por manos campesinas, se vuelve pan, fiesta y memoria. Ya había música: y el murmullo de las mujeres que madrugan a alimentar al pueblo antes que a la fiesta.
Las Juntas de Acción Comunal no llevaban banda ni vocería oficial aquella mañana. Llevaban libretas, claves, acuerdos, nombres, listas de turnos. Si el municipio puso el micrófono, las JAC pusieron la respiración. Nadie me lo dijo: lo vi en el modo en que se repartían las mesas, en cómo la mujer que partía queso también organizaba el orden de presentación de las veredas, en el modo en que un niño, sin que nadie lo llamara, corría a poner más sillas para los abuelos. La organización no era discurso; era práctica. Tan natural como amarrarse las botas antes de salir al potrero.
La tarde cayó con el pregón. Cada vereda llegó como un país distinto: unas con banda de vientos, otras con danza, otras con productos agrícolas para la muestra. El maíz —el verdadero protagonista— estaba por todas partes: molido, pelado, envuelto, hecho torta, convertido en pan, servido en totuma, dorado en asador. No era gastronomía, era destino.
Tarima, luces recién instaladas, un parlante que crujía como hueso seco. La carranga empezó con ese paso que no busca el aplauso del escenario, sino el polvo del camino. Y allí estaban ellos: Julio Hernando Rivera y Karen Helena Diaz Rivera. Él,  alpargates blancos y sombrero bien atravesado; ella, falda amplia que abría y cerraba como un resplandor. Bailaban como si no existiera público, como si la tierra les marcara el compás. El zapateo, firme. El giro, afilado. La risa, limpia.
Cuando les anunciaron ganadores, no hubo confeti, ni discursos, ni fila para la foto. Hubo algo más contundente: el grito colectivo de una plaza que reconocía a los suyos. Si el festival tenía corazón, latió en ese instante.
Al final de la jornada, las sillas se fueron levantando una por una, pero el olor quedó: mazorca, arepa de maíz pelado, torta de mazorca, pan de yuca. Un olor dulce y tibio, como si el aire también hubiera sido cocinado en fogón de leña.
Me quedé un rato viendo cómo desmontaban el sonido y cómo los líderes de las Juntas de Acción Comunal se metían en la sombra para hacer lo que siempre hacen después de la fiesta: cuentas, compromisos, próximos proyectos. La fiesta había terminado, sí. Pero la comunidad no.