Por Hugo Alfonso Torres Salgado
Profesor y Analista
Luego de una invasión de infinidad de videos que se cuelgan
en las redes sociales, con el propósito de causar respuestas subliminales
frente a los hechos allí reflejados, me encontré con un enjambre de fotografías
de cuatro policías en Minnesota realizando un procedimiento policial, que dio
como resultado la muerte del ciudadano George Floyd, a manos de la autoridad.
Oí diversas opiniones de algunas personas que van desde la
indignación hasta la tácita justificación de alguien que me decía “es que era
un negro”.
Como dichas acciones no se presentan solamente en débiles
eslabones de la cadena del poder, sino que reflejan un malestar creciente, la
ruptura de canales dialógicos se manifiesta en abuso de autoridad por quien
está investido de ella, o una desinstitucionalización de la sociedad, que va
perdiendo cada vez más la credibilidad en quien representa dicha autoridad.
Al encontrar que unos policías se referían a un anciano que
decidió salir a vender dulces en época de pandemia y confinamiento para adultos
mayores, luego de agredirlo y lesionarlo con secuelas tal vez permanentes en su
cara, con lenguaje de barriada, con frases como “cucho, usted se embaló” o
“está por dentro cucho” y lo gritaban para desestabilizarlo emocionalmente,
mientras de su pómulo salía un hilillo de sangre o que otro grupo de policías
agredía a un ciudadano de tercera edad golpeándolo para llevarlo a un CAI en
Normandía; en el Tunal a un trabajador de mantenimiento del sector salud le
destrozaban sus pertenencias, mientras en Arauca un joven muestra en un video
las secuelas de los golpes sufridos en una estación de policía, mi conclusión
es que la agresión y el sometimiento de la ciudadanía por la fuerza, en lugar
de ser hechos aislados, que merecerían el repudio de la institucionalidad, son
políticas tácitas de Estado, que se derivan de un concepto velado de control
que viene destrozando la democracia, asesinando líderes y lideresas sociales,
desprestigiando y agrediendo comunidades étnicas y raizales, marginalizando
sectores tradicionalmente productivos, rotulando de terroristas a los
disidentes, para des institucionalizar al país, sometiendo a quien esté en
contradicción con estos parámetros al escarnio, la agresión o la eliminación
física.
Es muy fácil cruzar los linderos de la institucionalidad en
un país que, además de entronizar un poder mafioso, amparado bajo los esquemas formales
de la democracia, ahora se convierte en exportador de dicho modelo, como lo
denuncian líderes sociales de Honduras, donde este estilo se consolida de la mano de prósperos empresarios
antioqueños como el señor Vélez Ochoa. Por esto habría que ver cuáles son los
currículos de formación en desarrollo ciudadano y apropiación de la defensa de
las instituciones, que tienen las academias de policía, porque cuando no se
producen fenómenos aislados sino hechos, cada vez más frecuentes, de
violaciones y constreñimiento de los derechos ciudadanos, algo huele feo debajo
de los procedimientos policiales.
Múltiples manifestaciones hemos oído de primera mano,
esbozadas por representantes de una ultraderecha que defiende un modelo semi-feudal
de la tenencia de la tierra, arrebatada en acciones de desarraigo a dueños/as
obligados a salir por la fuerza, quebrando por el peso de la ley a infinidad de
campesinos tradicionales, imponiendo por la fuerza un control territorial en
diversas zonas del país, afianzando no solo el despojo sino la nueva legalidad,
al impedir la reclamación de las tierras por sus dueños legítimos.
Si esto ocurre en las altas esferas del Estado, el reflejo de
estas conductas en los sectores más débiles de la cadena de control son la
extralimitación en la aplicación de los procedimientos, la invención de
parámetros que no existen en la Ley, la interpretación al arbitrio del uso
excesivo de la fuerza, de acuerdo a la consideración particular de cada
representante de la ley, dando pie a una polarización constante que coloca al
borde de la confrontación generalizada a la ciudadanía que se pregona defender.
Lejos se está de que el
confinamiento, el pánico a la muerte y la ansiedad que produce la pérdida del
confort nos transforme en mejores personas, porque el anquilosamiento cultural
al que sometieron las generaciones del siglo XX, ha causado respuestas reflejas
en la población, obnubilando posibilidades de cambio, lo que impide transformar
las relaciones entre los seres humanos por unas que estén por encima de la
eliminación de la diferencia, la defensa de los privilegios y el constante
marginamiento de los débiles, que son concebidos por el modelo como carne de
cañón, para ser utilizada en el
mantenimiento de la desigualdad. La respuesta de los débiles frente al
sometimiento al poder, obviamente, no es otra que el sadismo contra sus iguales
y la genuflexión frente a los poderosos. Ojalá
juntos construyamos procesos de cambio.