Javier Giraldo Moreno, S. J. |
Por.
Javier Giraldo Moreno,
S. J.
Los diálogos de Paz entre el Gobierno de Colombia
y la insurgencia de las FARC, iniciados formalmente en agosto de 2012, luego de un período previo de
exploración, y concluidos formalmente en noviembre de 2016 con la firma de un extenso
Acuerdo que ha sufrido múltiples enmiendas y que no acaba de consolidarse
frente a perspectivas constantes de nuevas enmiendas y amenazas persistentes de
desconocimiento e incumplimiento, han centrado el debate político interno y
externo. A nivel interno la polarización se agudiza progresivamente; a nivel
externo produce curiosidades y expectativas por lo novedoso de algunas de sus
soluciones.
En los últimos 34 años Colombia había vivido 5
prolongados procesos de paz, todos fracasados, si se entiende la paz como algo
de interés nacional. Sólo entre los gobiernos de Barco y Gaviria (1986-94) hubo
desmovilizaciones de varias estructuras armadas pequeñas o diezmadas que no se
proyectaron en ninguna reforma social sino en prebendas puntuales para cada desmovilizado.
Ello ha incidido en una cierta banalización de la paz, no pocas veces utilizada
como incentivo de politiquerías electorales.
Antecedentes y contexto
Prácticamente desde la independencia de España, la
situación de Colombia es explosiva desde los puntos de vista económico,
político, social y cultural. Constituye una estructura violenta que, aunque no
se reconozca, es generadora natural de guerras. Uno de los factores eje ha sido
el problema de la tierra, acaparada por una élite minúscula que ha recurrido a
las formas más despiadadas de despojo y que utiliza todo su poder para impedir
cualquier intento de desconcentración. Otro factor neurálgico ha sido la
concepción del Estado como botín de esa élite, a veces acaparado por un solo
partido que ha buscado eliminar al otro u
otros mediante guerras civiles o revueltas regionales[1], y
otras veces el botín ha sido compartido entre dos partidos elitistas mediante repartijas
milimetradas que excluyen constitucionalmente a quienes representan intereses
de participación amplia. La vergonzosa dependencia en lo económico y en lo militar
de la potencia imperial hemisférica es otro factor enormemente degradante, manteniendo
una economía volcada hacia el exterior y a su servicio, en perjuicio de la población
nacional, y un dominio
ideológico-militar extranjero, estrictamente planificado, capaz de bloquear y
exterminar cualquier intento de rebeldía interna en favor de la justicia.
Un eminente sociólogo, el sacerdote dominico francés
Louis Joseph Lebret, realizó un minucioso diagnóstico de la sociedad
colombiana en los años 50 y concluyó que la clase alta representaba el 2.5%; la
clase media el 12.5% y la clase baja el 85%. Por ello cuando el estamento
militar afirmaba que estaba defendiendo la patria, el Padre Camilo Torres les
repetía que confundían la “patria” con las 24 familias de la élite. Una investigación
realizada por el CIAS en 1972 logró medir la concentración del poder económico,
representado en las juntas directivas de las instituciones financieras, las
sociedades anónimas con activos superiores a 100 millones en ese momento y las
empresas cementeras de gran peso en esa coyuntura, demostrando que 705 personas
que ocupaban 1.130 cargos directivos, concentraban el poder económico, cuyo 80%
residía en 64 personas y el 15% de esos
nombres se superponían en los más altos cargos de la política y el gobierno[2]. La
persistencia de estructuras radicalmente discriminatorias se comprueba en los
índices de desigualdad que continúan y se agravan en el siglo XXI y que colocan
a Colombia entre los países más desiguales del planeta. [3]
El sentido del Derecho a la Rebelión, reconocido en las históricas declaraciones
de derechos humanos y en históricas actas de independencia de grandes naciones,
se explica por la necesidad apremiante, sentida por mayorías nacionales, de
reivindicar condiciones de equidad que impidan que una minúscula élite se
apropie del Estado y lo ponga a su servicio, negando la satisfacción de
necesidades básicas a las mayorías. El Profesor de Derecho en la Universidad de
Oxford, Anthony Maurice Honoré, ve en el Derecho a la Rebelión un derecho
remedial cuando los demás derechos son violados, pero en caso de ser negado el
Derecho a la Rebelión, todos los demás derechos quedarían sin piso. Para él, el Estado y los ciudadanos conforman
una empresa común, dentro de la cual el Estado tiene el papel de garantizar la
repartición igualitaria de bienes y servicios y de impedir agresiones de unos ciudadanos
o grupos contra otros ciudadanos o grupos, pero cuando el Estado desconoce ese
deber esencial, los ciudadanos tienen todo el derecho de eliminar ese Estado y
procurarse otro tipo de Estado.[4]
Sin embargo, bloquear el Derecho a la Rebelión ha
sido función prominente del Estado Colombiano. Su ideología o justificaciones
filosófico-político-religiosas del modelo elitista de Estado ha consistido en
demonizar a los grupos que propenden por un cambio hacia condiciones equitativas,
y una vez demonizados, exterminarlos mediante todos los métodos de crueldad. En
ese cometido la Iglesia Católica le prestó enormes servicios al Estado durante
un extenso período, aportando doctrinas que identificaron las tendencias
liberales, socialistas y comunistas con lo diabólico, legitimando su represión
y exterminio. Los movimientos
falangistas y fascistas de otros países también le aportaron instrumentos
ideológicos funcionales a lo mismo, pero por sobre todo los Estados Unidos
exigieron dirigir sus políticas de seguridad desde los años 30 y le impusieron
estrategias de monitoreo absorbente de sus formas de represión dentro de los
cánones de la “Guerra Fría”, una de cuyas estrategias centrales fue el
paramilitarismo[5],
con miras a que el Estado contara con brazos clandestinos de civiles armados que
asumieran las prácticas más criminales de la represión sin deslegitimar al
Estado formal por su barbarie.
Con esos instrumentos ideológicos y bélicos el
Estado colombiano montó una maquinaria de muerte aterradora desde décadas que
se remontan al siglo XIX y recorren –in
crescendo- todo el siglo XX y los avances del XXI. Masacró a los obreros de
las bananeras (1927) y más tarde a los de las cementeras (1963) con la más
escalofriante frialdad. Envió a entrenarse en prácticas de barbarie a cerca de
15.000 de sus efectivos militares en la Escuela de las Américas (USA) y entre
los allí graduados seleccionó a sus más altas jerarquías castrenses. Redactó manuales de contrainsurgencia que recopilaron
los más sucios procedimientos represivos, con asesoría de expertos estadounidenses,
argelinos, israelíes, ingleses y australianos. Proscribió el comunismo en una
Constituyente (1954) y estableció 13 delitos de colaboración con grupos
comunistas, sometiendo a los acusados a Consejos Verbales de Guerra (Decreto
434 de 1956). Con presupuesto del Estado (Decreto 3017 de 1950) ordenó entrenar
a los campesinos de un pueblo boyacense en las más aterradoras prácticas de
barbarie (los “Chulavitas”) para que
asesinaran con refinada crueldad a centenares de miles de campesinos. Emitió un
Estatuto de Seguridad (1978) que le sirvió para torturar a más de 60.000
colombianos. Sometió a genocidio al partido político legal Unión Patriótica,
surgido de unas conversaciones de “paz”, al movimiento político A Luchar y a otras
fuerzas políticas y sindicales, asesinando o desapareciendo al grueso de sus
militancias. Se convirtió en campeón mundial de asesinato de sindicalistas (60%
de los asesinatos de sindicalistas en el
mundo). Para fingir triunfos
militares inexistentes se inventó el método de los “falsos positivos”, presentando
como “muertos en combate” a jóvenes indefensos y a indigentes engañados con
falsas promesas de empleo, vistiendo sus cadáveres con uniformes de combate;
todas las brigadas del ejército se involucraron en este método atroz motivadas
por recompensas que iban desde días de vacaciones y viajes de descanso hasta
remuneraciones millonarias. Adoptó el más aterrador método hitleriano
desapareciendo a más de 70.000 colombianos a partir de los años 70, entre
muchísimas otras atrocidades.
Ya en los años 50 surgieron las guerrillas liberales
invocando el Derecho a la Rebelión, pero no duraron mucho, pues se
desmovilizaron con el atractivo de una amnistía y una adopción de políticas
sociales que jamás se concretaron (1953), siendo luego la mayoría de ellos asesinados.
A partir de 1964 se fueron multiplicando las organizaciones insurgentes que volvían
a invocar el Derecho a la Rebelión. Algunas guerrillas, como las FARC, fueron
respuesta a operaciones brutales de exterminio de campesinos resistentes al
despojo de tierras, como la de Marquetalia y otras zonas cercanas, la cual
contó con 16.000 militares transportados en aviones y helicópteros de USA y con
armas biológicas de alto poder destructivo. Desde entonces el Estado,
rechazando toda propuesta de reformas agraria y política, se dedicó a demonizar
a las insurgencias con la asesoría estadounidense, produciendo un arsenal de
leyes represivas y de documentos secretos de guerra sucia contrainsurgente, hoy
consideradas como violatorias de todo derecho humano. En 1997 hizo desaparecer
radicalmente el Derecho a la Rebelión (Sentencia C-456/97 Corte Constitucional)
y lo convirtió en un “delito de opinión”, luego considerado como de “flagrancia
permanente”, desvinculándolo incluso de toda conducta puntual activa. Con tal
hermenéutica el Estado se dedicó a reprimir los movimientos sociales y la
protesta social, reproduciendo jurisprudencias que consideraban la Rebelión
como el más horrendo de los crímenes y castigándolo con penas en aumento progresivo. En esa guerra contrainsurgente el Estado utilizó
intensamente sus brazos paramilitares, los cuales se vieron potenciados al
máximo desde los años 80 gracias a su alianza con los grandes narcotraficantes,
lo que llevó a multiplicar enormemente las víctimas de la guerra sucia
contrainsurgente. Las estadísticas de vidas destruidas, dependiendo de los
marcos temporales que cada investigación asume, van de 220.000 (Centro de Memoria
Histórica) hasta 286.912 (cifras combinadas de Monseñor Guzmán y Diego Otero
Prada[6])
Con la seguridad contrainsurgente que le han
suministrado las estructuras paramilitares de progresivo crecimiento, el Estado
suscribió todos los tratados internacionales de derechos humanos, logrando configurar un Estado
esquizofrénico, en el cual, la mayoría de sus funcionarios se identifican
con las formalidades de un Estado de Derecho (el “yo” estatal institucionalmente
asumido y proclamado) y consideran como un “no yo” (como alteridad negada) los brazos paramilitares criminales, apoyados discretamente
por la fuerza pública y los aparatos judiciales y administrativos, mediante
métodos de evasión, tolerancia, impunidad, ignorancia ficticia, negación
formal-irreal e incentivos clandestinos.
Entre tanto los medios masivos de información,
controlados en propiedad privada por 4 familias de enorme poder económico y
empresas transnacionales, han asumido durante muchas décadas cánones estrictos
de autocensura y parámetros comunes de lenguaje, tendientes a demonizar al
máximo, no sólo lo que hace referencia a los grupos insurgentes, sino también –asimilándolos
a los anteriores- a los movimientos sociales y a experiencias de
transformaciones sociales y políticas en otros países latinoamericanos. La
ausencia de medios alternativos críticos de masas ha llevado a que el grueso de
la población, sin alternativas informativas, asimile compulsivamente las
imágenes demoníacas de las insurgencias, de los movimientos y protestas
sociales y de las ideologías “de izquierda”, configurando una conciencia social
masiva donde las estructuras neoliberales, el consumismo, la competitividad, el
individualismo y egoísmo exacerbados gozan de plena legitimidad moral e ideológica
y sus impulsores y exponentes de un halo incuestionable de santidad laica,
mientras las propuestas y luchas
altruistas por la equidad cargan con estigmatizaciones tradicionales
como versiones del “demoníaco comunismo”, reforzadas 24 horas al día con todas
las técnicas modernas de la manipulación mediática. De allí que al concretarse
negociaciones de paz con las FARC o el ELN, los medios intensificaran sus
campañas de estigmatización y demonización de las insurgencias, atribuyéndoles
falsamente todos los crímenes horrendos imaginables, posesiones de riquezas
fabulosas, relaciones con las mafias más repugnantes del planeta y negando y
ocultando todos los objetivos de su lucha. Concomitantemente silencian y niegan
los crímenes de Estado o los juzgan como acciones excepcionales de individuos
aislados y desviados (“manzanas podridas”) ajenas a toda sistematicidad o
complacencia estatal.
En los 34 años precedentes varios jefes de Estado
se han comprometido en procesos de paz que no han tenido ningún éxito. En 1982 el
Presidente Betancur inauguró su administración con un conmovedor discurso de
paz que no logró apoyo ni de los militares ni del Congreso ni de la Iglesia ni
de los Medios ni de los empresarios. Su imagen previa estaba manchada con la memoria
de la masacre de Santa Bárbara y su imagen posterior se manchó con la memoria
de la masacre del Palacio de Justicia, con el inicio intensivo, durante su
gobierno, de las desapariciones forzadas y el auge del paramilitarismo, hechos
que siembran dudas de fondo sobre sus convicciones de paz. La oscura y débil
administración Barco (1986-90) lo mostraría después muy controlado, en su arterioesclerosis
progresiva, por los poderes del narco-paramilitarismo. El gobierno de César Gaviria
(1990-94) logró convocar la Asamblea Constituyente y firmar acuerdos de
desmovilización con varias guerrillas pequeñas o diezmadas, pero el mismo día
del inicio de la Constituyente ordenó
bombardear la sede del Secretariado de las FARC y luego, en la Ley 356/94, que
establecía un nuevo estatuto para las empresas privadas de seguridad, le
devolvería el piso legal al paramilitarismo que Barco le había retirado. Ernesto
Samper (1994-98) se apoyaría en esa misma ley para crear la versión legalizada
y atroz del paramilitarismo en las cooperativas CONVIVIR. Andrés Pastrana (1998-2002) ganó las
elecciones convocando de nuevo a la paz a una sociedad extenuada por la guerra,
pero se contentó con despejar un área y firmar una agenda a la cual no le dio
seguimiento alguno, mientras volaba a Washington a negociar el “Plan Colombia”,
un plan militar que tecnificaba más la represión militar, todo lo cual arruinó
su credibilidad como negociador de paz. Álvaro Uribe (2002-2010) no se
interesaría sino momentánea y ficticiamente por negociaciones con las
guerrillas, pues su interés primordial se centró en las negociaciones con los
narco-paramilitares a quienes les regaló instrumentos generosos de impunidad y
creó versiones legalizadas y masivas de paramilitarismo que hoy inundan el
país, mientras firmaba pactos de desmovilización de los paramilitares que más
tarde evidenciarían su carácter ficticio.
Con esta acumulación de fracasos y ficciones se
llegaría a la administración de Juan Manuel Santos (2010-2018), gobernante
caracterizado por su astucia calculadora y por su adhesión incondicional a la
ideología capitalista neoliberal. Desde su inicio anunció que acabaría con las
guerrillas “a las buenas o a las malas”
y, con intensa asesoría estadounidense e israelí se propuso acelerar golpes
mortales, de enormes costos bélicos, para forzar unas negociaciones en contexto
de “derrota” y de “rendición”. Planeó asesinar a las altas dirigencias de las
FARC y del ELN, como “cuota inicial” de su “paz” y llevarlos casi derrotados a una mesa en la que
pudiera imponerles condiciones audaces y denigrantes de sometimiento al statu
quo. Siendo Ministro de Defensa de Álvaro Uribe, violó el territorio ecuatoriano
para asesinar a Raúl Reyes, vocero internacional de las FARC, en compañía de
jóvenes de varios países que lo entrevistaban (1º de marzo de 2008). Ya como
Presidente, derrochó toneladas de explosivos para aniquilar el refugio
subterráneo de Jorge Briceño, jefe militar de las FARC (22 de septiembre de
2010) y luego ordenó el asesinato fuera de combate de Alfonso Cano, Comandante
General de las FARC (4 de noviembre de 2011) episodio que escandalizó al ex
Ministro Álvaro Leyva, futuro integrante de la Mesa de Diálogos en La Habana, pues Leyva sabía que Santos ya adelantaba
conversaciones exploratorias de paz con Cano y nunca pudo entender los
principios políticos y menos los éticos en que Santos fundó la orden de asesinarlo.
También el Arzobispo de Cali, Monseñor Darío Monsalve, denunció lo que a su
juicio era un vil asesinato y no una “muerte en combate”.
Tal orgía de sangre tuvo que tocar la moral íntima
de la insurgencia Fariana, pues el estoicismo con que asumen la guerra sus
combatientes no llega a borrar rasgos profundos de su humanidad. Por ello
impresiona la carta que el nuevo Comandante de las FARC, Timoleón Jiménez, le
dirigió al Presidente Santos el 21 de noviembre de 2011 y que probablemente forzó
la apertura de la fase exploratoria de los diálogos. Allí le decía:
(…) la
vida, unos prefieren pasarla haciendo dinero y engordando como cerdos, o
practicándose cirugías para conservarse jóvenes, pisoteando a los demás y
dándose ínfulas. Otros escogen caminos más nobles. Y son muy felices así. Es un
asunto de conciencia. Pretender intimidarlos para que acepten vivir como los
primeros es un error. Y todavía más grave es matarlos. Pretender exhibirse como
modelo de civilización y decencia dando la orden de despedazarlos a punta de bombas,
plomo y metralla. O como sea. Por ejemplo, de dos balazos por la espalda cuando
se llega en la noche a casa. O molidos a golpes en una celda. O desmembrados
con una motosierra. O con la cabeza mochada a machete. […]
Yo no sé.
Pero eso de ostentar poder y mostrarse amenazante y brutal, no puede ganar las
simpatías de nadie. De nadie que no sea ostentoso y brutal como el que lo hace.
La historia nos enseña que a la inmensa mayoría de seres humanos les repugna
ese tipo de fanfarronadas. De niños aprendemos que sólo los ogros más malvados
suelen actuar de ese modo. Y con el tiempo aprendemos a asociar esas conductas
a los seres más perversos. Matar salvajemente a un ser humano, con métodos
notoriamente desproporcionados, para
pararse sobre su cadáver y señalar a otros que les tiene reservado el mismo
tratamiento, tiene la virtud de producir un efecto contrario. Ningún hombre se
dejará humillar de ese modo. […]
Son los
gestos de grandeza moral los que hacen imperecederos a los hombres. Sólo las
mentes más enfermas y enajenadas pueden sentir alguna simpatía por Adolfo
Hitler. Aunque en su momento muchos lo hubieran aplaudido. El tiempo terminó
por ubicarlo en el infame lugar que le correspondía. Creo que a los Santos y
Pinzones les reserva una suerte similar el destino.
No puede
ser de otro modo. El grado de ruindad moral que exhiben horroriza al más sano
de los juicios. Muy poca gente conoce en el reinado de cuál emperador romano
fue crucificado Jesús. Pero creo que por encima de las propias creencias, en
todas partes se profesa el más elevado respeto por él. Porque prefirió el
suplicio y la cruz antes que renunciar a sus ideas. Y porque esas ideas
abrigaban un altísimo grado de humanidad (…) Pero lo coronaron de espinas, lo
abofetearon, lo crucificaron y lancearon. Se burlaron de él. Habían preferido
liberar en su lugar al peor de los criminales.
Esta
gente lleva medio siglo en esto, Santos. Algunos, de cabeza blanca, cuentan
historias de sus días en Marquetalia. Otros hablan de los años en el Guayabero,
de los primeros diálogos cuando Belisario (…) Esta gente ha construido una
epopeya sin antecedentes en ningún lugar ni época histórica. No hubiera sido
posible sin el más extraordinario altruismo. Ni siquiera las fuerzas especiales
del Ejército pudieron operar en el terrible invierno de esas abruptas
cordilleras guerrilleras. Pero allá mismo viven ellos, aman, sueñan un mundo
mejor y luchan por conseguirlo (…) Las FARC son miles y miles de
revolucionarios que soportan las más duras condiciones porque creen firmemente
en su causa. No ganan un solo centavo, no poseen nada material, el movimiento
les da lo que necesitan. Y el movimiento son todos ellos. Son una impresionante
creación histórica, aquí, en Colombia, ante nuestros ojos. Así no es Santos,
así no es”.
Las expectativas
Cuando el Presidente Santos anunció públicamente
la apertura de los diálogos con las FARC, mucha gente percibió que había algo,
tanto en la agenda como en el método, que los diferenciaría de los anteriores
procesos de paz. El mismo Santos aludió a las diferencias en la alocución televisada
del 4 de septiembre de 2012:
“Este
acuerdo es diferente a los anteriores porque contiene una agenda realista sobre
cinco puntos concretos. El primer punto es EL DESARROLLO RURAL. Eso
significa dar mayor acceso a la tierra, llevar infraestructura a las regiones
más apartadas, hacer que la prosperidad
y los servicios del Estado lleguen a todos los habitantes del campo. Es
repartir las oportunidades de manera más equitativa por todo el territorio. El segundo
punto son LAS GARANTÍAS PARA EL EJERCICIO DE LA OPOSICIÓN POLÍTICA Y DE LA
PARTICIPACIÓN CIUDADANA. No sólo en la norma, sino en la realidad. Es
decir, que quienes disientan y protesten lo hagan sin temor, y que se rompa
para siempre el lazo entre política y armas.
El tercer punto es EL FIN MISMO DEL CONFLICTO ARMADO. Esto incluye la dejación de las armas y la
reintegración de las FARC a la vida civil, junto con todas las medidas del
Gobierno para dar garantías al proceso de terminación. El cuarto punto es EL
NARCOTRÁFICO, que tanto daño le ha hecho y le hace a nuestro país. Si este
proceso contribuye a que se combata con más efectividad este negocio ilícito,
eso por sí solo sería un gran avance. Y el quinto punto son LOS DERECHOS DE
LAS VÍCTIMAS. Nadie puede imaginar el fin del conflicto sin atender a
quienes han sido sus víctimas, que –precisamente– es lo que comenzamos a hacer
con la Ley de Víctimas. Satisfacer los derechos de las víctimas es una
obligación de todos. Eso significa
también emprender un ejercicio de esclarecimiento de la verdad
porque no sólo las víctimas, sino todos los colombianos, tenemos derecho a
saber qué pasó y quiénes fueron los responsables. Todos estos puntos tendrán su
correspondiente verificación y, en su conjunto, constituyen una fórmula
integral para la terminación efectiva del conflicto”.
El
hecho de centrarse en pocos puntos y justamente en los más percibidos como
raíces del conflicto, como el problema de la tierra, de la democracia, de la
impunidad y de las drogas y el anuncio de una verificación que sustrajera las
promesas del incumplimiento, produjo optimismo en las poblaciones más golpeadas
por el conflicto, la injusticia y la
represión.
El
discurso de Iván Márquez, jefe de la delegación negociadora de las FARC, en
Oslo, Noruega, el 18 de octubre de 2012, alimentó más el optimismo pues
anunciaba la decisión de las FARC de centrarse en la discusión de factores que
están incidiendo profundamente en las situación trágica del país, con
diagnósticos compartidos por numerosos analistas sociales y la totalidad de los
movimientos sociales. Algunos de sus planteamientos fueron:
“Una
paz que no aborde la solución de los problemas económicos, políticos y sociales
generadores del conflicto, es una veleidad y equivaldría a sembrar de quimeras
el suelo de Colombia. Necesitamos edificar la convivencia sobre bases pétreas,
como los inamovibles fiordos rocosos de estas tierras, para que la paz sea
estable y duradera.(…) venimos a la mesa
con propuestas y proyectos para alcanzar la paz definitiva, una paz que
implique una profunda desmilitarización del Estado y reformas socioeconómicas
radicales que funden la democracia, la justicia y la libertad verdaderas.
Hablar
de tierra significa para nosotros hablar del territorio como una categoría que
además del subsuelo y el sobresuelo entraña relaciones socio- históricas de
nuestras comunidades que llevan inmerso el sentimiento de patria, que concibe
la tierra como abrigo, y el sentido del buen vivir.(…) la titulación de
tierras, tal como la ha diseñado el actual gobierno, es una trampa; encarna una
suerte de despojo legal a través del cual se busca que el campesino, una vez
con el título de propiedad en sus manos, no tenga otra salida que la de vender
o arrendar a las trasnacionales y conglomerados financieros, a los que sólo les
interesa el saqueo exacerbado de los recursos minero-energéticos que están
debajo del suelo. Dentro de su estrategia está la utilización del suelo para
extender las explotaciones forestales y las inmensas plantaciones, no para
resolver el grave problema alimentario que padece nuestro pueblo, sino para
producir agro-combustibles que alimentarán automóviles. (…) Lo aseguramos sin
vacilación: la bancarización de la tierra derivada de la titulación, acabará
"tumbándole" la tierra al campesino. Nos están empujando a la
extranjerización de la tierra y al desastre ambiental dinamizado brutalmente
por la explotación minero-energética y forestal. La naturaleza como fuente de
información genética no puede ser convertida en botín de las trasnacionales.
Nos oponemos a la invasión de las semillas transgénicas y a la privatización y
destrucción de nuestra biodiversidad y a la pretensión de hacer de nuestros
campesinos pieza del engranaje de los agro-negocios y sus cadenas agroindustriales.
Están en juego la soberanía y la vida misma.(…) Hoy hemos venido a desenmascarar a ese asesino
metafísico que es el mercado, a denunciar la criminalidad del capital
financiero, a sentar al neoliberalismo en el banquillo de los acusados, como
verdugo de pueblos y fabricante de muerte. (…)
El fin último de tales políticas, en detrimento de la soberanía y del
bienestar común, es dar seguridad jurídica a los inversionistas, liberalizar el
mercado de tierras y lanzar el territorio al campo de la especulación
financiera y mercados de futuro. Independientemente de que exista o no la
insurgencia armada, esta política multiplicará los conflictos y la violencia
(…) Por medio de la violencia del Plan Colombia y el proyecto paramilitar, se
preparó el territorio para el asalto de las trasnacionales. La ley general
agraria y de desarrollo rural, es esencialmente un proyecto de reordenamiento
territorial concebido para abrirle campo a la economía extractiva en contra de
la economía campesina, en desmedro de la soberanía alimentaria y del mercado
interno, al superponer el mapa minero-energético sobre el espacio agrícola. Ni
siquiera se tiene en cuenta la promoción de una agroecología que permita una
interacción amigable (…)
Este no
es un espacio para resolver los problemas particulares de los guerrilleros,
sino los problemas del conjunto de la sociedad; y dado que uno de los factores
que más impacta negativamente a la población es la subscripción de los Tratados
de Libre Comercio, éste es un tema que tendrá que abordarse indefectiblemente.
Pobre Colombia obligada a competir con las trasnacionales con una
infraestructura arruinada por la corrupción y la desidia (…)
Pero la
paz no significa el silencio de los fusiles, sino que abarca la transformación
de la estructura del Estado y el cambio de las formas políticas, económicas y
militares (…) Necesariamente tendremos que abocar las causas generadoras del
conflicto y sanear primero el cangro de la institucionalidad. (…)
Qué
bueno sería protagonizar el surgimiento de unas nuevas Fuerzas Armadas. No más
sumisión a Washington, no más subordinación al Comando Sur y no más complacencia
con la expansión de bases militares extranjeras en nuestro territorio.
No
somos causa sino respuesta a la violencia del Estado, que es quien debe
someterse a un marco jurídico para que responda por sus atrocidades y crímenes
de lesa humanidad como los 300 mil muertos de la denominada época de la
violencia en los años 50, que responda por los 5 mil militantes y dirigentes de
la Unión Patriótica asesinados, por el paramilitarismo como estrategia
contrainsurgente del Estado, por el desplazamiento de cerca de 6 millones de
campesinos, por los más de 50 mil casos de desaparición forzada, por las
masacres y los falsos positivos, por las torturas, por los abusos de poder que
significan las detenciones masivas, por la dramática crisis social y
humanitaria; en síntesis que responda por el terrorismo de Estado. Quien debe
confesar la verdad y reparar a las víctimas son sus victimarios atrincherados
en la espuria institucionalidad”.
No hay duda que el discurso de Márquez situaba la paz
donde hacía muchas décadas querían situarla los movimientos sociales, los
millones de víctimas, los sectores secularmente excluidos de todo bien y
servicio derivado del Estado, los millones de desplazados forzadamente, los
familiares de los desaparecidos y masacrados, los sindicalistas forzados a
desafiliarse por el terror, los movimientos cívicos que luchaban por mil formas
de participación negadas, los millones de indígenas, campesinos y afrodescendientes
sometidos a un despojo sin tregua. Sin embargo, desde un comienzo el Presidente
Santos lanzó baldados de agua fría decepcionantes: el mismo día en que se inauguraron
en Oslo los diálogos, el delegado plenipotenciario del Gobierno, Humberto De La
Calle, le respondió a Márquez mediante consignas fijadas por Santos: “'Ni modelo económico ni doctrina militar
están en discusión. En la mesa de negociación no se va a discutir el modelo
económico ni la inversión extranjera. Tampoco la doctrina militar o la
propiedad privada”[7].
En su alocución al aprobarse la parte sustancial de
los acuerdos, el 12 de julio de 2015, el Presidente Santos afirmó: “Por eso trazamos unas líneas rojas, que las
hice explícitas desde el principio, que se han mantenido y se mantendrán hasta
el fin del proceso. ¿Y qué significan esas líneas rojas? Que en La Habana no se
discute nuestro sistema democrático, ni nuestro modelo económico, ni la
propiedad privada, ni el tamaño ni el futuro de nuestras Fuerzas Armadas, ni
ningún tema –¡ninguno!– que esté por fuera de la agenda preestablecida. Cada
decisión, cada paso, han sido planeados, analizados, estudiados a profundidad,
pues desde un principio hemos tenido claro a dónde queremos llegar” [8]
Una contradicción de fondo iba a atravesar, pues, los
diálogos de paz, ya que en sana lógica, el modelo económico, el modelo político
y el modelo militar están radicalmente implicados en las raíces del conflicto y
tocan, no superficial sino radicalmente, los problemas de tierra, participación
y víctimas. Abordarlos sin tocar los modelos vigentes sería imposible o su
abordaje produciría una paz ficticia o de apariencia.
Quien haya seguido el discurso promocional de la paz
del Presidente Santos, sobre todo en sus viajes al exterior, en sus reuniones
con empresarios multinacionales en Norteamérica y Europa y también con el gran
empresariado colombiano, pudo observar que él vendía una concepción de la paz
centrada en los beneficios que le traería a la inversión extranjera y al gran
empresariado multinacional, el cual podría explotar los recursos naturales,
principalmente los minero-energéticos, sin el temor a ataques o extorsiones de
grupos insurgentes.
Y a pesar de que el tema de las víctimas y la justicia
se concibió siempre en las conversaciones exploratorias y en el desarrollo de
los diálogos como un tema bilateral, y así lo reconoció el Presidente Santos en
su discurso en La Habana el 23 de septiembre de 2015 al afirmar: “Quiero hacer especial énfasis en que ni este
sistema de justicia ni esta jurisdicción están dirigidos exclusivamente a las
FARC. Todos los que participaron de manera directa o indirecta en el conflicto
armado, y cometieron delitos con ocasión de éste, pueden someterse a esta
justicia transicional, incluyendo los agentes del Estado y, en particular, los
miembros de la fuerza pública”, sin embargo, para los medios masivos de
información sólo iba a existir justicia para las FARC y sólo debía existir
justicia para las FARC. Esa coyuntura llevó a los Medios masivos a criminalizar
exageradamente a las FARC, atribuyéndoles falsamente los crímenes más horrendos
y numerosos y silenciando totalmente los crímenes de Estado. En la conciencia
masiva configurada y cautiva por los Medios, las perspectivas de “justicia
transicional”, de amnistías, de penas alternativas y rebajadas, de
posibilidades de participación política luego de la desmovilización, etc. que
eventualmente beneficiarían a las FARC, eran monstruosidades que el país no
podía tolerar, mientras a los miembros de la fuerza pública, paramilitares y
empresarios todo se les podía perdonar y habría que evitar que fueran
judicializados. Aquí se percibía una manipulación extrema de la conciencia de
masas, pues estadísticamente los crímenes de Estado son enormemente más
numerosos (cerca del 80% del total) y jurídica y éticamente más intolerables,
pues no se fundan en luchas altruistas por búsquedas quizás equivocadas de
justicia, sino en la adulteración más radical del papel del servidor público,
convirtiéndolo de protector del ciudadano en agresor del ciudadano para infringirle
los más atroces sufrimientos y despojos.
Con estas expectativas enfrentadas: de que se pudiera
activar la inversión extranjera (gobierno y empresariado); de que se acabaran
las FARC y se les enjuiciara, condenara y despojara de toda incidencia social (conciencia
de masas configurada por los Medios), y de que se lograra una reforma agraria,
una reforma del modelo neoliberal y una conquista de democracia y
desmilitarización y desparamilitarización de la sociedad (movimientos sociales
de base e insurgencias), se inician las conversaciones de La Habana que
durarían un poco más de 4 años.
Confrontaciones y logros
Los debates en La Habana fueron prolongados. Las FARC
iniciaban la discusión de cada punto con un paquete de 10 propuestas, las
cuales, en las semanas siguientes se iban desagregando cada una en otras 10,
llegando a presentar para la discusión de cada uno de los puntos más álgidos
100 propuestas. La delegación del Gobierno se limitaba a analizar y controvertir
las propuestas de las FARC y, como se pudo evaluar finalmente, a negar
rotundamente cada propuesta conduciendo la discusión a lo que el Gobierno tenía
en mente desde el comienzo, sin tocar en absoluto el modelo de sociedad
vigente. Esto hizo que, tras el agotamiento de la confrontación que revelaba posiciones
irreconciliables, los temas esenciales se fueron acumulando en congeladores,
esperando retomarlos más adelante sin mucha esperanza.
Las propuestas de las FARC, como ellos mismos lo
expresaron muchas veces, no se inspiraban en su ideario político, de corte
socialista o comunista, sino en numerosas sugerencias que llegaron de los
movimientos sociales, recogidas en foros públicos organizados por la ONU y la
Universidad Nacional o enviadas a la Página Web que se abrió para ello.
a) Sobre la tierra y
el desarrollo agrario
Los primeros 7 meses fueron copados por la discusión
sobre una reforma agraria. La concentración excesiva de la propiedad de la
tierra y el escandaloso despojo de campesinos e indígenas durante muchas décadas
había dado origen a las FARC y seguía siendo su bandera principal de lucha. Sus
propuestas se centraron en mecanismos de desconcentración de la propiedad
rural, ya por prohibición o regulación del latifundio y denegación del “derecho
de superficie”; por medidas de “desganaderización” de grandes extensiones y la
adopción de nuevos criterios de ordenamiento territorial centrados en la
producción de alimentos y la protección del medio ambiente; por la prohibición
o restricción de proyectos minero-energéticos destructores del medio ambiente;
por el freno a la extranjerización de la tierra y de los recursos no
renovables. Al mismo tiempo proponían crear extensas Zonas de Reserva Campesina
y Zonas de Producción de Alimentos, ambas protegidas frente al mercado y
ayudadas en su planes por recursos del Estado, reformas todas que implicaban
reversar acuerdos internacionales como los Tratados de Libre Comercio que arruinaron
al campesinado nacional, concesiones y licencias a empresas trasnacionales, apropiación
privada de saberes mediante patentes y el comercio creciente de transgénicos y
agroquímicos.
Sin ninguna duda, este conjunto de propuestas,
contenidas en 100 concreciones puntuales, se hallaban en contradicción radical
con la política agraria del gobierno representado en la mesa oficial, el cual
había colocado el eje de su proyecto nacional de desarrollo en la “locomotora
minera”, distribuyendo licencias de explotación minero-energética a diestra y
siniestra; firmando tratados de libre comercio para traer alimentos de otros
países y ofrecerle las tierras agrícolas a las multinacionales mineras que
agotan las aguas y envenenan las tierras y sus ámbitos vitales y cuyos
compromisos prioritarios rigen con los gestores del mercado neoliberal, para quienes
la tierra es mercancía de primer orden y por ello su comercio debe ser garantizado
y regularizado de acuerdo a las leyes liberales de transferencia de propiedades
protegidas por la seguridad jurídica de catastros técnicos y tribunales sensibles
al dinero.
El producto de esos 7 meses de confrontación fue
titulado “Hacia un Nuevo Campo Colombiano
– Reforma Rural Integral”- Su eje lo constituye un fondo de tierras de 3 millones de hectáreas para que el gobierno se
las reparta a los campesinos que no tienen tierra o tienen muy poca, en los
próximos 12 años, y una promesa de regularización de tierras sin títulos
claros, en una extensión de 7 millones de hectáreas, las cuales asegurarán pago
de impuestos al fisco en los próximos 10 años. A este eje se le suman círculos
concéntricos de desarrollo rural, tales como planes viales, redes eléctricas, redes
de conectividad, planes de riego, escuelas, centros de salud, regularización
laboral y viviendas. Como el lenguaje en que se anuncian estas inversiones de
desarrollo es supremamente abstracto, pues no hay referencias al cuándo, dónde,
quién y cómo de su implementación, se anuncian Proyectos de Desarrollo con Enfoque Territorial para las zonas más
devastadas por el conflicto, los cuales tendrían prioridad. Ojalá el reparto de
las tierras del Fondo no se integre a los circuitos de clientelismo y
corrupción electorales y los planes abstractos de desarrollo no se identifiquen
con las promesas rituales y siempre incumplidas de toda campaña electoral, ya
que han adoptado su mismo lenguaje. Es de temer, además, que los títulos
regularizados, incluso unos (los donados) que tendrán embargo de 7 años para
poderlos enajenar, vayan a parar muy pronto a las manos de grandes empresarios y así ya no
serán las masacres y los desplazamientos masivos sino el Mercado el que dará
cuenta de la nueva monstruosa concentración de la propiedad.
Pero si el gran logro de la negociación de paz es la
repartición de lotes de tierra por el Estado, había un instrumento vigente para
ello desde 1994 en la Ley 160, la cual exigía entregar tierras baldías
exclusivamente a los campesinos pobres. Imposible entender, entonces, que el
gobierno de Santos, mientras firmaba el Acuerdo sobre Tierra en La Habana,
hiciera aprobar la Ley 1776 de 2016 ( ley de Zonas de Interés de Desarrollo
Rural Económico y Social –ZIDRES-) la cual permite entregar los baldíos a
empresas poderosas mediante cesiones, arriendos u otras formas, con el pretexto
de que hagan alianzas con campesinos pobres en “procesos industriales altamente rentables y competitivos”. A nadie
se le oculta que, en alianzas tan desiguales, el campesino lleva las de perder
y que hay allí una opción explícita por una economía neoliberal, causa
innegable del conflicto armado.
Y si bien el Acuerdo firmado en La Habana el 24 de
agosto de 2016 y firmado de nuevo solemnemente en Cartagena el 20 de septiembre
con presencia de todos los presidentes latinoamericanos, había consignado como
uno de los principios rectores del punto Tierra: el “énfasis en pequeños y medianos productores y productoras”, además
del compromiso de “estimular la economía
solidaria y cooperativa como medio para canalizar recursos y servicios a la
población rural” (1.3.3.1.), sin embargo, entre las enmiendas impuestas por
la extrema derecha después del manipulado plebiscito del 2 de octubre de 2016,
se introdujo otro principio rector contradictorio para el desarrollo rural,
haciéndolo depender de “la competitividad
y de la necesidad de promover y fomentar la inversión en el campo con visión
empresarial y fines productivos como condición para su desarrollo (…) y de “encadenamientos de la pequeña producción
rural con otros modelos de producción” (Principios, 2). La élite dueña del
país se aferrará seguramente del segundo principio y no del primero, para
exigir la continuidad de su modelo económico intocable.
Por todo esto, las FARC terminaron confinando en el
congelador de las SALVEDADES sus propuestas negadas y renegadas por el Gobierno,
pero que eran las que apuntaban a superar el conflicto de la tierra como raíz
de la violencia. Allí consignaron 10 SALVEDADES
referidas a mecanismos de erradicación del latifundio, de la extranjerización
de la tierra, de las concesiones minero-energéticas y de agro-combustibles, de
revisión de los tratados de libre comercio, de los ajustes al ordenamiento
territorial; a la creación de territorios campesinos, al estatus de las Zonas
de Reserva y de las propuestas Zonas de Producción de Alimentos, a la defensa
del medio ambiente, del agua y de los recursos no renovables, al reconocimiento
de los Derechos del Campesino adoptados por la ONU, a la regulación del derecho
real de superficie y a la creación de un Consejo Nacional de la Tierra. Propuestas
negadas por una élite que considera intocable su modelo generador de exclusiones,
de violencias y de devastación del planeta.
b) Sobre la
participación política
Las 100 propuestas llevadas por las FARC a la Mesa
para la discusión del punto 2: Participación Política, constituyen
una impresionante radiografía de nuestra anti-democracia. Al recorrer esos 11
capítulos se puede tomar consciencia de lo ancho, largo y profundo de un
régimen cerrado que nos hemos acostumbrado a rotular como “democracia” por una inercia cultural de superficialidad
inconsciente, pero donde lo más esencial de una democracia, como es la
participación de las mayorías en las decisiones que las afectan, se encuentra a
años luz.
Los diversos capítulos desnudan la antidemocracia en
muy diversos ámbitos, en la medida en que se van proponiendo alternativas: el
primero se refiere a la estructura general del Estado, hundido en el
clientelismo y la corrupción mafiosa, sin independencia de poderes; donde los
eventuales investigados eligen a sus investigadores o controladores; donde
reina un asfixiante presidencialismo que bloquea otras iniciativas
legislativas; donde el aparato electoral es el clímax de la corrupción y sostén
de las demás corrupciones; donde las decisiones económicas favorecen a una
élite y al empresariado trasnacional; donde la fuerza pública responde a doctrinas
foráneas de salvajismo represivo; donde la justicia sufre una escandalosa
politización que hace nugatorio su teórico principio estructurador de imparcialidad, en síntesis, un Estado que
necesita urgentemente, para tener algo de democracia, un poder popular que allí se
propone. En los capítulos siguientes se aborda el problema de la oposición
política y social, sin garantías y que reclama garantías. En el tercero se
proponen medidas para hacer viable el nuevo partido que formarían las FARC. En
el cuarto se aborda el problema crucial de la información y comunicación, que
es la que configura la conciencia social nacional, proponiendo una
democratización en la propiedad de los medios masivos, inspirándose en el modelo
de la Ley Ecuatoriana de Medios que distribuye el espectro radioeléctrico en
varias instancias. En los siguientes capítulos se analiza la discriminación
entre las regiones; la carencia de mecanismos de participación en las ciudades
para las cuales se proponen los Consejos Urbanos de Participación Social; la
carencia de participación popular en los
diseños de política pública, como en el CONPES; La carencia de mecanismos de
participación de los sectores más excluidos, como comunidades indígenas,
afrodescendientes y campesinas, proponiendo allí la constitucionalización del
Poder Popular. También hay propuestas de participación en un nuevo orden
económico político que trascienda las fronteras y se proyecte en la región latinoamericana
y en el orden mundial, así como para la promoción de una cultura política
democrática. El último capítulo, como corolario de sana lógica, propone abordar
todas esas reformas en una Asamblea Constituyente.
Evidentemente todas estas propuestas cruzaban las
“líneas rojas” de Santos, pues a través de ellas se toma consciencia de la
urgencia de cambiar de modelo político. Por ello el Capítulo 2 del Acuerdo de
La Habana es tan pobre en incidencia aunque rico en retórica. Una fijación
ideológica que parece recorrer el texto y se explicita en diversos lugares, identifica
la participación con una ampliación cuantitativa de las estructuras corruptas
que se hacen capaces de incorporar nuevas fuerzas, las cuales aceptan adaptarse
al libreto de sus manejos tradicionales y corruptos del poder, de allí que
cuando se hace referencia al régimen electoral, se piensa es en aumentar el
flujo de electores y no en reformar los mecanismos de su corrupción. Por eso el
bloque 2.1. se detiene en las garantías de la oposición política y de los movimientos
sociales, garantías que retoman mecanismos trillados y probadamente ineficaces,
como las alertas tempranas, las comisiones de alto nivel para dar garantías de
seguridad y protección o el aumento de
penas para las organizaciones criminales que masacran y amenazan, algo, esto
último, que se ha evidenciado como imposible mientras no se controle a su gran
fuerza protectora e incentivadora que es la fuerza pública. Un esquema muy
similar se sigue en el sub-bloque 2.2.1., que aborda las garantías para los movimientos
sociales, avanzando entre las garantías que se incluirían en el proyecto de ley
que se promete: el acceso a la información, el derecho de réplica y otras
iniciativas muy abstractas, pues no tocan piso. Quizás la más concreta es la
que solicita el apoyo al Consejo Nacional de Participación por parte de 3
entidades de trabajo social: el Foro por Colombia, Viva la Ciudadanía y el
CINEP, con el fin de concretar las propuestas- insumos para la ley.
Los demás subtemas del bloque 2.2. son especialmente
evasivos ya que no tocan el núcleo de los problemas que enfrentan esas
modalidades de participación. El 2.2.2. enfrenta la movilización y protesta social, enunciando derechos y garantías que
no existen ni entran de lejos en la filosofía política del tipo de gobiernos
que tenemos, pues allí no se menciona siquiera el obstáculo más monstruoso que
obstruye y aniquila en la práctica la protesta ciudadana, como es el ESMAD,
estructura criminal mediante la cual el Estado disuelve por el terror todas las
protestas sociales y mantiene en la impunidad absoluta a quienes han masacrado
y mutilado a infinidad de manifestantes. El 2.2.3.
enfrenta el problema de los medios, y allí la solución más audaz
consiste en prometer ampliar adjudicaciones de radios comunitarios, aludiendo
también a espacios hipotéticos en canales institucionales y regionales, pero no
se toca para nada el problema de la privatización de los medios masivos,
quintaesencia de la anti-democracia, frente a lo cual los radios comunitarios
son como una hormiga enfrentada a un elefante que manipula y enajena 24 horas
al día, con las más perversas técnicas de manipulación, la conciencia de las
mayorías nacionales. Mientras no se democratice la propiedad de los medios
masivos, se continuará en la más aberrante antidemocracia y lo allí acordado no
pasa de ser “un saludo a la bandera”. El
2.2.4. enfrenta el problema de la reconciliación,
convivencia, tolerancia y no estigmatización, capítulo en el cual la retórica
abstracta copa la totalidad del texto.
El 2.2.5. y el 2.2.6. enfrentan campos neurálgicos de la participación,
como son las veedurías ciudadanas y la planeación democrática y participativa. Según
se deduce por el mismo lenguaje utilizado, se trata de formas marginales de
participación, pues no avocan las grandes decisiones que afectan a toda la
nación, como las intervenciones extranjeras, los tratados internacionales, los
grandes rubros del presupuesto, los modelos de desarrollo, el gasto militar,
las doctrinas represivas, las prioridades de inversión, los impuestos, la
filosofía del gasto público, las remuneraciones de los servidores públicos,
etc. La piedra de toque para la credibilidad de las promesas abstractas y
marginales que aquí se hacen, es el irrespeto al principio constitucional de la
consulta previa, principio pisoteado
con el mayor descaro, lo que lleva a desmentir de antemano la decisión de
implementar lo aquí prometido.
El bloque 2.3 está todo dedicado a promover la
participación política. Lamentablemente todo el enfoque está en el orden del
aumento cuantitativo de electores, con estrategias para incentivar el flujo de
mujeres, de comunidades marginadas etc. y de revisar normatividades que pueden
restringir las participaciones. Se promete una reforma electoral mediante la
contratación de una Misión Electoral Especial de 7 expertos de alto nivel. Todo
supone, sin embargo, la estructura y multiplicación de partidos políticos que
se siguen considerando el instrumento fundamental de la participación política.
No se tienen en cuenta allí los mecanismos de corrupción y clientelismo que carcomen
los partidos y los convierten en instrumentos podridos de la putrefacción. Los
partidos se han convertido en los gestores del Estado-botín, puesto al servicio
de élites de poder que se perpetúan y acaparan los recursos mediante mecanismos
patentados en muchas décadas.
Las negativas del Gobierno obligaron a las FARC a
formular 14 SALVEDADES por considerarlas de capital importancia en la
democracia: la reestructuración democrática del Estado; la reforma del sistema
electoral; la revisión de los mecanismos de participación ciudadana; la proscripción de tratamiento militar a la
protesta social y desmantelamiento del ESMAD;
la elección popular de organismos de control; la participación ciudadana
en asuntos de interés nacional; la democratización de la información y comunicación;
el ordenamiento territorial; el control social y popular de la política económica;
la participación social en el CONPES; y
otros organismos; la democratización de la justicia social urbana; derechos
políticos y garantías de participación a comunidades étnicas mediante consulta
previa; participación popular en integración latinoamericana y veeduría
ciudadana a tratados y convenios con otros países. Los solos enunciados
evidencian la importancia y centralidad democrática de lo que no fue posible
concertar.
c) Sobre el
problema de las drogas ilícitas
Luego de presentar un documento analítico sobre el
origen de los cultivos y comercio de drogas ilícitas y su relación con el
desarrollo de la economía y cultura capitalistas, las FARC concretaron en 50
propuestas un cambio de la política anti-droga que no se ensañe ya más en los
eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico: los cultivadores y los
consumidores, sino que se enfoque en los grandes traficantes como los verdaderos
responsables y beneficiarios de ese comercio, transformando la persecución contra
las capas empobrecidas que sólo sobreviven de los cultivos por no tener otras alternativas de subsistencia y contra los
consumidores cuya adición responde a problemas que deben ser enfrentados en el
ámbito de la salud pública. Allí se expone también la dependencia que Colombia
ha mantenido en su política anti-drogas de las imposiciones de los Estados
Unidos, que han utilizado la represión contra la droga como pretexto para
disfrazar políticas contrainsurgentes acuñando el término de “narco-guerrilla”
o “narco-terrorismo”, ocultando el descomunal lucro del cual gozan los países
ricos gracias a las políticas prohibicionistas. Las propuestas se concretaron
en reemplazar la persecución militarizada contra los cultivadores pobres
mediante políticas de substitución de cultivos de uso ilícito por alternativas
concretas de producción agrícola, mediante diálogos participativos con las
comunidades; en darle un tratamiento de salud pública y no penal a los
consumidores; en suspender las aspersiones aéreas de glifosato u otras
sustancias destructoras del medio ambiente; en reconocer y estimular los usos
tradicionales y medicinales de la marihuana, la coca y la amapola; en concentrar
la represión contra las poderosas cadenas de narcotráfico y sus articulaciones
con sistemas de lavado de activos como redes bancarias, así como su injerencia
en las campañas electorales, en instituciones como el Congreso, las fuerza
pública, los partidos políticos, las grandes empresas y medios masivos de
comunicación, etc.
En sus análisis, las FARC explicaron que en muchas de
las zonas periféricas donde hacían presencia desde hacía varias décadas, se
desarrollaron grandes áreas de cultivos de uso ilícito, realidad que la
guerrilla no quiso reprimir al ver que era la salvación de enormes capas
empobrecidas y marginadas, y más bien aprovechó esa situación para la financiación
de su lucha gravando con impuestos la producción y el comercio pero sin involucrarse
en el tráfico internacional.
La discusión en este punto estuvo entrabada durante
varios meses debido a que la delegación del Gobierno exigió que las FARC
comenzaran por entregar todos sus contactos en el tráfico internacional de
drogas ilícitas y por retirarse de las zonas donde existían cultivos para
permitir una represión de tierra arrasada sobre las mismas. En ese lapso el
Gobierno calificaba a las FARC como “el
mayor cartel internacional de narcotráfico”. Las FARC desafiaron al
Gobierno a que probara de alguna manera que estaban involucradas en el tráfico internacional y el
Gobierno, a través del ex General Naranjo, de la Policía Nacional y miembro de
la mesa negociadora, prometió aportar pruebas contundentes que nunca fue capaz
de aportar.[9]
La imposibilidad de probar la participación de las
FARC en el narcotráfico fue destrabando los diálogos y el 16 de mayo de 2014 se
firmó el Acuerdo sobre este punto. Quizás en ninguno de los otros acuerdos
parciales hubo tantas convergencias, pues este Acuerdo contempla como eje la
substitución de los cultivos de uso ilícito mediante concertación con las
comunidades y articulación con muchos programas del punto 1 (Reforma Rural
Integral), así como el tratamiento de salud pública a los consumidores y, con
un lenguaje más abstracto, el enfoque represivo contra los grandes narcotraficantes
y sus entornos. Sobre la aspersión aérea se registró un desacuerdo, pues mientras
el Gobierno la conserva como último recurso, las FARC la condenan radicalmente
(# 4.1.3.2. parr. 3). Quedaron, sin embargo, 4 SALVEDADES de puntos no
aceptados por el Gobierno y de gran importancia para las FARC: el diseño de una
nueva política criminal que englobe una nueva política anti-drogas; la
suspensión inmediata de las aspersiones aéreas junto con la identificación de
las víctimas de esas aspersiones y su reparación; la reestructuración del
sistema de salud pública y la realización de una conferencia nacional sobre la
política de lucha contra las drogas.
d) Sobre las
víctimas y la justicia
El punto 5 de la agenda proclamada en Oslo se refería
a las víctimas del conflicto y afirmaba: “Resarcir
a las víctimas está en el centro del acuerdo Gobierno Nacional – FARC-EP”. A
mediados de 2014 la Mesa comenzó a abordar este tema, el cual incluía el
difícil problema de los derechos de las víctimas y, en consecuencia, el
problema de la justicia y la verdad. El 7 de junio las Partes firmaron una Declaración de Principios para la
discusión del tema Víctimas; sus 10 puntos se referían al reconocimiento de las
víctimas; al reconocimiento de las responsabilidades; a la satisfacción de los
derechos de las víctimas como derechos no negociables; a la participación de
éstas en diversos momentos y por diversos medios; al esclarecimiento de la
verdad; a la reparación, las garantías de no repetición y concluía con la
reconciliación y la garantía efectiva de los derechos humanos como objetivos
del proceso.
Sobre lo acordado en la Declaración de Principios las FARC elaboraron sus 100 propuestas
concretas. Exigían que el reconocimiento
de las víctimas no fuera restringido a víctimas individuales sino que
enfocara también a las víctimas colectivas, tanto a los colectivos políticos como a los colectivos
sindicales, campesinos, indígenas, afros, mujeres y activistas de derechos
humanos, pero también a las víctimas del modelo económico o “víctimas del
desarrollo”, todo ajustado a normas internacionales que contemplan las
represiones sistemáticas o a gran escala como crímenes de lesa humanidad o
genocidios. También exigían darle tratamiento adecuado a las víctimas del
conflicto, teniendo en cuenta el DIH y la juridicidad guerrillera, reconociendo
los prisioneros políticos y las víctimas de montajes judiciales como víctimas
del conflicto, especificando el tipo “sujetos políticos de resistencia” en
cuanto portadores de proyectos de cambio. Se proponía además un Censo Nacional
de Víctimas, con tipologías según los hechos victimizantes y un límite temporal
que iniciara en 1930.
En cuando al reconocimiento
de responsabilidades, exigían incluir la responsabilidad sistemática y las
responsabilidades múltiples incluyendo las de la guerrilla. Se insistía en que
las condiciones estructurales de dominación y opresión no sólo producen víctimas
a granel sino que reproducen permanentemente el conflicto. La responsabilidad
del Estado se concreta en la implantación de modelos económicos y decisiones
políticas que causan enormes sufrimientos y configuran el Terrorismo del Estado
y el cierre a toda solución a los problemas, para lo cual recurre a doctrinas
criminales y a una justicia de guerra que elimina el delito político y
criminaliza la protesta y el reclamo social, asume pactos de impunidad contra
los derechos de las víctimas, incentiva y tolera las violaciones graves a los
derechos humanos por sus instituciones militares, policiales y de inteligencia
y establece estructuras paramilitares como auxiliares. Se refiere también a la
responsabilidad guerrillera, reconociendo que las FARC han afectado a poblaciones
civiles sin que hayan sido éstas blancos primarios ni secundarios de su acción.
Los puntos de la Declaración de Principios a partir
del numeral 5 se centran en los derechos
de las víctimas y su participación en el
proceso. Entre las propuestas correspondientes de las FARC son
particularmente importantes las referidas a la justicia y a las garantías
de no repetición. En muy diversos momentos las FARC habían declarado que no
se someterían al aparato de justicia colombiano, considerado por amplias capas
sociales, nacionales e internacionales, como extremadamente politizado,
sesgado, corrupto e ineficiente, pues se reconoce su índice de impunidad como
superior al 97%. En el capítulo 8 de sus propuestas hablan de una “definición concertada de mecanismos e instrumentos
de justicia para garantizar los derechos de las víctimas”. Allí señalaban como pautas: la referencia al
derecho internacional; el balance entre paz y justicia; partir de un reconocimiento
amplio del delito político y del derecho a la rebelión, así como la
consideración de mecanismos alternativos de justicia (justicia transicional).
La no legitimidad de los aparatos del Estado para juzgarlos a ellos la
expresaban así: “lo que el Estado no fue
o no pudo ser en materia de justicia, no puede pretender serlo al llevar a cabo
un proceso de paz”, insistiendo en la dificultad del Estado para ejercer
justicia por sus problemas de legitimidad y por ser el máximo responsable de
las conductas criminales durante el conflicto, que no se restringen solamente a
sus agentes. (Cfr. Boletín 52, de febrero 27 de 2015). El capítulo 9, referido
a las garantías de no repetición,
insiste en la necesidad de transformaciones políticas, económicas y culturales
para poder superar las causas estructurales de la violencia e insisten, además,
en la proscripción de doctrinas anti-comunistas y de seguridad nacional; en el
freno al intervencionismo y ayuda militar extranjera; en la desmilitarización
de la sociedad, la depuración y reforma de la fuerza armada estatal; el desmantelamiento
efectivo de los paramilitares; en la reforma de la justicia para superar el
“derecho penal del enemigo”, y la adopción de medidas de protección de los dirigentes
políticos y sociales.
La inmensa mayoría de estas propuestas, tan
importantes y neurálgicas si no se quiere considerar los derechos de las
víctimas como una simple coyuntura funcional a la desmovilización de una
guerrilla, fueron a parar seguramente, aunque las FARC no lo expresaron así, al
congelador de las SALVEDADES.
El forcejeo entre el Gobierno y las FARC en este punto
estuvo empantanado por muchos meses. Quizás en ningún otro aspecto los
intereses de las Partes eran tan sensibles, estratégicos y contrarios. Por
momentos se creyó que estas discusiones iban a dar al traste con las negociaciones.
Para desempantanar los diálogos, el Presidente Santos
tuvo que constituir una comisión extraordinaria de muy alto nivel, conformada
por dos ex presidentes de la Corte Constitucional, dos juristas aceptados por
las FARC y dos asesores internacionales. Dicha Comisión propuso una fórmula que
tuvo aceptación casi inmediata de ambas Partes, pues ofrecía impunidad
simétrica para insurgentes y agentes del Estado recurriendo a parámetros de
justicia transicional, pero además resolvía el problema de la ilegitimidad del
aparato judicial colombiano creando una Jurisdicción
Especial, con un componente de jueces internacionales y regida
exclusivamente por principios y procedimientos jurídicos de tratados
internacionales suscritos por Colombia. Se concedía amnistía a los rebeldes no
incursos en crímenes de guerra, en obediencia al DIH (Protocolo II, # 6.5) y a los incursos en infracciones
graves al DIH o en crímenes de lesa humanidad se les ofrecían penas
alternativas a condición de confesar verdad plena, quedando sometidos a un
tribunal del mismo sistema quienes no confesaran delitos probados, con penas de
prisión hasta de 20 años. Un mini-código de procedimiento define allí mismo las
competencias de las diversas Salas del sistema y de las diversas Secciones del
Tribunal.
La complementación de esta propuesta llevó a incluir
allí la Comisión de la Verdad, objeto de un acuerdo previo, así como una Unidad
Especial para la Búsqueda de Personas Desaparecidas y capítulos especiales
sobre la reparación y las garantías de no repetición, capítulos estos últimos
muy mediocres, sobre todo el de las Garantías de No Repetición, el cual se hunde
en retóricas vacías e ineficaces.
Pero mientras las FARC conquistaban algo que las
protegía parcialmente de someterse a la putrefacta justicia colombiana, los
agentes del Estado se llenaban de temor de que el tipo de justicia que se pactaba
en La Habana, quizás más efectiva que la colombiana y fuera de su rutinario
control, los hiciera comparecer ante los tribunales. Fue el ex Presidente César
Gaviria quien lanzó la voz de alarma. Su mayor pánico se fundaba en una mirada
a lo ocurrido en muchos países de América Latina donde los victimarios fueron cobijados
con fórmulas atrevidas de impunidad pero, pasados algunos años, tribunales
internacionales derogaron las leyes de impunidad como contrarias al derecho
internacional y llevaron a generales y ex presidentes a prisión. En un artículo
publicado en El Tiempo el 17 de febrero de 2015, Gaviria expresó así su
angustia, compartida por la élite dominante:
“(se)deja por fuera a los miles de miembros de la sociedad civil,
empresarios, políticos, miembros de la rama judicial que de una u otra manera
han sido también protagonistas de ese conflicto y que tienen muchas cuentas
pendientes con la justicia colombiana. Ante esta situación, han surgido
inquietudes sobre la necesidad de que la justicia transicional también cubra a
los sectores no combatientes de las distintas ramas de la sociedad que de
alguna manera fueron financiadores, auxiliadores o pactaron compromisos con
grupos paramilitares o guerrilleros por beneficios electorales o por simple
intimidación y con el fin de adelantar su tarea proselitista. (…) También se
corre un altísimo riesgo de que en el futuro los propios miembros de la Fuerza
Pública puedan verse acusados injustamente, cuando la Fiscalía General y las
otras autoridades judiciales actúen para establecer responsabilidades por
cuenta de las muchísimas denuncias que se darán ante la Comisión de la Verdad,
o de denuncias presentadas por los ciudadanos en los estrados judiciales o en
los medios de comunicación. (...) Para
los miembros de la Fuerza Pública esto implicaría que van a tener que estar
pendientes de estas eventualidades por el resto de sus vidas, casi sin
posibilidad real de saldar sus obligaciones frente a la justicia. (…) Nuestra
Fuerza Pública debe quedar blindada para que no se den en Colombia las vicisitudes
a las que ha estado sometida en otros países del continente, donde se han
reabierto los procesos después de que los militares habían sido cubiertos por
medidas de indulto o punto final. Esto de una u otra manera ha ocurrido en
Uruguay, Argentina, Chile y Guatemala. En algunos de ellos, luego de varias
décadas después de haber finalizado el conflicto interno, han sido reabiertos
los procesos que habían concluido las responsabilidades penales. También se oye
que en Colombia muchos oficiales, sin procesos pendientes, tienen más temores
por denuncias temerarias en el futuro que los que sí tienen casos abiertos, y
ello es tremendamente perturbador para el trámite del proceso. Tampoco podemos,
si de veras queremos poner fin al conflicto, elevar responsabilidades penales
por cada denuncia que los no combatientes hagan frente a la Comisión de la
Verdad.”
Tal
pánico de la élite político militar en el poder llevó a que la Mesa se ocupara
por varios meses del problema del blindaje
del acuerdo en construcción. A la Jurisdicción Especial para la Paz,
incluida en un “Sistema Integral de
Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición –SIVJRNR-“ se le asignó la
facultad de avocar en forma preferente todo lo relacionado con su mandato y de declarar
sus decisiones como Cosa Juzgada irreversible de manera monopólica, pudiendo
incluso convocarse después de concluir su mandato para avocar de manera
exclusiva cualquier puesta en cuestión de sus decisiones por alguna corte o
tribunal diferente (Cfr. Acuerdo No. 5.1.2., numerales 9, 15 y 52 (párrafos
6/7). También se decidió incluir el Acuerdo en la misma Constitución y registrarlo
como anexo en documentos del Consejo de Seguridad de la ONU y ante el Consejo Federal
Suizo de Berna, garante del DIH, convocando además un plebiscito para refrendarlo,
el 2 de octubre de 2016, el cual no obtuvo la mayoría necesaria, por lo cual el
Presidente le asignó al Parlamento su refrendación. El Congreso aprobó en marzo
de 2017 un Acto Legislativo que crea un título de Disposiciones Transitorias de la Constitución para la terminación del
conflicto armado y la construcción de una paz estable y duradera, en el
cual incluye una síntesis de la JEP con enmiendas regresivas que se analizarán
más adelante.
La
superación del pánico de la élite en el poder, compuesta por grandes empresarios,
funcionarios, militares, agentes de seguridad y ex presidentes, incluyó otras
estrategias tranquilizantes. El Presidente Santos multiplicó asambleas y
reuniones con empresarios y militares para asegurarles que no serían
perjudicados sino más bien beneficiados por el Acuerdo. A los empresarios los
convenció de que, aunque hubieran contribuido intensamente a la creación y
accionar de grupos paramilitares, lo habrían hecho “por extorsión” y deberían entonces identificarse como “víctimas”. Más tarde el Parlamento, en el Acto Legislativo, los
exoneraría totalmente (cfr. Artículo 16 transitorio). A los militares los
convenció de que todas sus actuaciones en el conflicto armado eran legales, (“presunción de que el Estado ejerce de manera
legítima el monopolio de las armas” (5.1.2. / 32), en contraposición a las
de la guerrilla que eran ilegales, pero que además el Gobierno había forzado a
la guerrilla a aceptar el diseño de un tratamiento privilegiado para los
militares que resultaran culpables, tratamiento que hizo aprobar en la Mesa,
como diferenciado del de la guerrilla, caracterizado como “equitativo, equilibrado,
simultáneo y simétrico”, fórmula que se repitió recurrentemente en los
diálogos pero que tuvo su concreción final al arrancarle a la Mesa negociadora
de las FARC la facultad para el Gobierno de redactar autónomamente un capítulo
sobre dicho tratamiento, que no fuera discutido en la Mesa de las Partes y que
5 días antes de la firma final del Acuerdo (el 19 de agosto de 2016) fue
incluido unilateralmente en el texto final, como capítulo adicionado a la Ley
de Amnistía y titulado: “Tratamientos
Penales Especiales Diferenciados para Agentes del Estado” cuyo contenido se
analizará más adelante. El ex Magistrado Juan Carlos Henao, miembro de la
Comisión de alto nivel que desempantanó las negociaciones sobre el tema de Víctimas,
afirmó: “fue uno de los grandes logros de
la negociación…. ¿qué terminaron aceptando las FARC? Ni más ni menos que el
Gobierno es el que va a definir cuál será el tratamiento equitativo y
equilibrado pero diferenciado, de los agentes del Estado…[10]
También a los ex presidentes (incluyéndose el mismo Santos) los tranquilizó
incluyendo en el Acuerdo una cláusula que los exime de comparecer a la
Jurisdicción Especial, estableciendo que no se modificarán las normas vigentes
en el artículo 174 de la Constitución para enjuiciarlos (Cfr. Acuerdo # 5.1.2.,
numeral 32 parraf. 7), lo que viola
flagrantemente el Estatuto de Roma en su artículo 27. Finalmente, en el numeral
5.1.2./44, eximió de responsabilidad de mando a los comandantes de la fuerza
pública, algo que consagraba enormes áreas de impunidad contra lo prescrito en
el artículo 28 del Estatuto de Roma, medida que fue muy discutida pero terminó
por imponerse en el Acto Legislativo del Congreso (Artículo 24 transitorio).
Al
finalizar el año 2015 el punto sobre Víctimas, el más difícil de todos, estaba
ya consensuado y la sensación de haber “atravesado
ya el Mar Rojo” era generalizada. Tanto que el 15 de diciembre se firmó
solemnemente ese punto con presencia de los presidentes Santos, de Colombia, y
Castro, de Cuba, y del Comandante de las FARC, Timoleón Jiménez.
Al
firmarse el Acuerdo Final en La Habana, de manera muy solemne, el 24 de agosto
de 2016, y de manera más solemne aún en Cartagena el 26 de septiembre con
presencia de todos los jefes de Estado de América Latina y otras personalidades
mundiales, ya se habían incluido principios muy claros de impunidad para la
élite en el poder. Sin embargo la presentación mediática del Acuerdo subrayaba
un ejercicio de justicia transicional inédito e igual para todas las Partes,
que no transigía con la impunidad. Como reza el viejo adagio: “el demonio está en los detalles”.
e) Sobre fin del
conflicto y la implementación de los acuerdos:
Una vez
“cruzado el Mar Rojo” en el punto crucial de los derechos de las víctimas,
aunque con sus trampas anulatorias sagazmente disimuladas, los diálogos de La Habana
se centraron en los puntos 3 (Fin del Conflicto) y 6 (Implementación,
Verificación y Refrendación).
El
punto 3 implicaba negociar ante todo el cese
de fuego bilateral y definitivo así como los mecanismos de dejación de las armas e incorporación de
los insurgentes a la vida civil, todo lo cual exigía mecanismos técnicos, calendarios
y estructuras internacionales de verificación y monitoreo. Todo ello se pactó
con detalle aunque, como todo el país lo ha comprobado, el cumplimiento por
parte del Gobierno ha sido desastroso y los calendarios han tenido que ser
renegociados repetidas veces. Pero el hecho de desarmarse e iniciarse en
prácticas políticas sin armas, exigía como premisa elemental, protegerse frente
al accionar aún armado de los contrarios. Un enorme vacío de este punto
consiste en no haber discutido ni pactado un desarme correspondiente o al menos
una revisión, reducción y transformación del accionar armado del Estado, responsable
al menos del 80% de las atrocidades de la guerra. Todo evidencia que el estamento
armado del Estado no ha modificado en nada sus doctrinas, ideologías y odios de
guerra ni su poderío bélico hundido en océanos de corrupción, anti-democracia y
criminalidad. Algo que sí tuvo discusiones intensas en la Mesa fue el fenómeno
paramilitar, no ajeno al militar pero con apariencia de independencia y por lo
tanto más peligroso aún. El Gobierno y sus voceros negaron rotundamente la
existencia del paramilitarismo, pero al llegar tantos centenares de denuncias
sobre su accionar persistente y su incremento creciente en numerosas zonas del
país, la Mesa se vio forzada, en los últimos meses, a introducir en este punto
un capítulo especial referido a la lucha contra las organizaciones criminales,
a las cuales llamó eufemísticamente o hipócritamente “sucesoras del paramilitarismo” (# 3.4.), estableciendo 20
estrategias para atacarlas (# 3.4.1. a 3.4.12.), estrategias que, si se examinan
desde su eventual eficacia, todas son inútiles, pues todas han sido ensayadas
en el pasado sin dar ningún resultado efectivo, permaneciendo simbólicamente
como “saludos a la bandera”[11].
El Gobierno rechazó enfáticamente las estrategias útiles que fueron propuestas,
consistentes en poner en la mira el apoyo militar, judicial y administrativo a
las estructuras paramilitares y monitorear cada acción paramilitar con veedores
internacionales, suspendiendo inmediatamente a las autoridades concernidas de
la zona afectada hasta recoger, en
plazos perentorios, indicios de su tolerancia y sancionarlos entonces,
inmediatamente, con destitución. Pero un Estado que ha incorporado durante
tantas décadas el paramilitarismo, ofreciéndole diseños camuflados, entrenamientos
y armamentos, asesoría, instrumentos legales, protección e impunidad, no quiere
dejar de ser un Estado-Paramilitar, como se ha evidenciado, a todas luces, en el
“posconflicto” que va avanzando.
El
punto 6 está referido a la implementación,
verificación y refrendación del Acuerdo. Fueron concertados mecanismos de
verificación con vigencia posible hasta de 10 años, el principal de los cuales
es una Comisión de Seguimiento, Impulso
y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final –CSIVI-, con 3 miembros de
cada Parte (Estado y FARC, con acompañamiento inicial de los gobiernos garantes
y acompañantes), a lo cual se sumó un mecanismo de más alto nivel que deberá
analizar la información monitoreada por los otros mecanismos y está conformada por dos personalidades de
representatividad internacional: el ex Presidente José Mujica, de Uruguay, y el
ex presidente Felipe González, de España. El Instituto Kroc de Estudios
Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame, EE UU, diseña la
metodología para medir los avances o incumplimientos y una Secretaría Técnica
sistematiza la información. Aún no hay pronunciamientos oficiales sobre el
incumplimiento percibido por muchas capas sociales en vivo y en directo. El 7
de julio de 2016 el Congreso había aprobado el Acto Legislativo 01 en el cual
se estableció un procedimiento extra rápido (llamado “fast track” o senda rápida) para aprobar leyes derivadas del
Acuerdo de Paz y se le concedían facultades extraordinarias al Presidente para
expedir decretos con fuerza de ley para implementar los acuerdos, durante 6
meses prorrogables por otros 6. Las crecientes dificultades en el Congreso y en
la Corte Constitucional, llevaron al Presidente Santos a expedir 19 decretos de implementación
entre el 25 y el 30 de mayo de 2017.
Pero
quizás el “talón de Aquiles” de esta
área fue la refrendación. El
Presidente Santos había prometido consultar a la sociedad su aprobación a los
acuerdos, pero la pertinencia y el método de consulta fueron objeto de grandes
controversias. Opuesto rotundamente a la propuesta de las FARC de una
Constituyente, Santos optó finalmente por el mecanismo del Plebiscito. Las FARC cedieron
también en este punto y ambas Partes se acogieron a lo que la Corte
Constitucional decidiera sobre un Proyecto de Ley Estatutaria del Plebiscito (#
6.6.) que el Congreso radicó en la Corte el 18 de febrero de 2016. La Corte lo
declaró exequible, a pesar de que reducía el umbral al 13% del potencial votante
(Sentencia C-379 del 16 de julio/16) y el mismo día de la firma del Acuerdo en
La Habana, el 24 de agosto de 2016, se convirtió en la Ley 1806/16; seis días
después el Presidente Santos expidió el Decreto 1391/16 convocando al
plebiscito para el 2 de octubre, en el cual 6.431.376 votantes (50.21%) apoyaron el NO y 6.377.182
(49.78%) apoyaron el SI. La Corte había establecido que el resultado sólo era
imperativo para el Presidente y, por lo tanto, si perdía la consulta, no podría
implementar los acuerdos, aunque podría negociar otros acuerdos y también lo
podría hacer el Congreso. Santos optó finalmente por buscar la refrendación en
el Congreso, no sin grandes dificultades e intenso lobby.
Lo
ocurrido con el Plebiscito reveló en profundidad la crisis política, ética y
jurídica del país y concomitantemente la inconsistencia y falsedad del sistema
electoral. El gerente del partido “Centro
Democrático” liderado por el ex Presidente Uribe Vélez y abanderado de la
campaña por el NO, Juan Carlos Vélez, confesó 3 días después del plebiscito
cuáles fueron los ejes motivacionales y estratégicos de su campaña: expresamente
optaron por no informar sobre el contenido del Acuerdo, sino que, aconsejados
por oscuros asesores internacionales, quienes supusieron que la campaña del SÍ
se apoyaría en la esperanza, ellos decidieron apoyarla en “el estímulo a la indignación”; para ello montaron una publicidad
ampliamente financiada por dineros que no fueron registrados legalmente,
centrada en testimonios manipulados de odio e indignación, en informaciones
falsas sobre el Acuerdo y en imágenes alusivas a las FARC y a Venezuela profundamente
distorsionadoras de la realidad, todo esto complementado con financiación de
buses de fanáticos votantes y con el aporte de una Pastor cristiano experto en
oratoria de fanatismo religioso que adicionaba otros argumentos falsos
incitadores de indignación[12].
Pero
estos hechos están lejos de ser episódicos, casuales o transitorios. La
trilogía: manipulación mediática, determinismo económico y fanatismo religioso,
instancias a la vez interactivas, dominan las decisiones colectivas que, por lo
tanto, las sitúan a años-luz de lo democrático.
Nadie
ignora que los medios masivos han impulsado, durante al menos cinco décadas,
una estigmatización de las insurgencias y de las izquierdas, considerándolas,
además, como una misma cosa. Tal estigmatización se intensifica en períodos
electorales y cobra mayor intensidad aún en procesos de paz. Cuando el líder de
las FARC, Timoleón Jiménez, empezó a explorar el mundo “civil” en que querían
insertarse para cambiar su estrategia bélica de lucha, percibió más en vivo y
en directo la estigmatización y se expresó así en un comunicado del 8 de agosto
de 2014:
“(…) hemos señalado el alineamiento total de los grandes medios con el
sentir de la clase dominante (…) se enfadan sobremanera cuando no expresamos lo
que sueñan oír de nosotros. La gran prensa se corresponde en realidad con
poderosos consorcios de capital dedicados a la labor específica de difundir su
propia manera de pensar en el resto de la sociedad. (…) Así sucede en el campo
internacional, en donde el pueblo palestino perseguido y violentado durante
setenta años, resulta el verdadero agresor, carece de derecho a la defensa y no
tiene otra alternativa que someterse al exterminio decretado por el capital
sionista. (…) Y así sucede también en el escenario nacional. Las guerrillas son
las responsables de haber iniciado la larga confrontación, y son las verdaderas
y únicas responsables de todos los horrores sucedidos en el curso de ella.
Mientras tanto se santifican los monstruos civiles y militares, que, por gozar
de enormes peculios, tienen asegurada su respetabilidad. La humanidad entera es
testigo de la imposición de una manera de pensar según la cual todo aquel que
apela a las armas es un bárbaro sin escrúpulos. Sin importar las razones por
las que lo haga. Lo cual se difunde haciendo invisible el hecho protuberante de
que los más ricos y poderosos fabrican las armas, tienen los más grandes
ejércitos y hacen las mayores guerras. (…) La ideología dominante, alimentada
diariamente por los grandes medios de la información o de la manipulación,
exige en cambio que los de abajo, los rebeldes, los que se oponen a la invasión
y al despojo de su patria por Israel, los que combatieron a los gringos en
Irak, o los guerrilleros que enfrentan la máquina del horror en Colombia, sean
condenados sin piedad. (…) Rechazamos de plano, por ser contraria a la realidad
histórica, la idea de que la clase dominante colombiana, sus partidos políticos
tradicionales o sus mixturas de hoy, sus gobiernos, el Estado como tal, los grupos
económicos, la gran prensa y muchos otros sectores a la sombra del poder,
tienen las manos limpias de sangre del pueblo colombiano. (…) No nos sorprende
por eso el manto de silencio con el que la gran prensa ha tratado los distintos
foros sobre víctimas celebrados hasta la fecha. En todos ellos ha salido a
relucir esa gran verdad. Los verdaderos autores y responsables por los horrores
de este largo conflicto son ellos. (…) Para los sectores dominantes en nuestro país
la salida política tiene sentido solo si garantiza su reinado absoluto por mil
años más, sólo si condena al infierno a los alzados. Y es eso en realidad lo
que se oculta tras la nueva andanada retórica y mediática. (…) Achacarnos a
nosotros todos los males es el tema de moda. Siempre lo ha sido. Pervertir
cuanto decimos, manipularlo, demonizarlo. Nuestra mejor disposición, que existe
sin duda, de explicar cuanto sea necesario y asumir las correspondientes
consecuencias, sabemos que se enfrenta a la bajeza y la perfidia de quienes
aspiraran con desespero a triturarnos. (…) En eso precisamente nos
diferenciamos de nuestros adversarios, ellos solo aspiran a sacarnos del
medio para no cambiar nada, para que todo siga igual. Gruñen y amenazan en
cuanto se les complica, pero ni modo, somos distintos a ellos”.
Ni en
el Caguán ni en La Habana ni en ningún otro proceso de paz se ha comprendido el
peso enorme y central que tiene la democratización de los medios para que haya
algún asomo de democracia; para que se extirpe una de las raíces más feraces de
la violencia, de la injusticia, de las desigualdades; para que se erradique el
instrumento más perverso de la esclavitud mental o manipulación de las
conciencias. El plebiscito de Santos
permitió ver su podredumbre en un flash que rápidamente fue ignorado y
escondido.
Trampas y
frustraciones
1) priorización y
selección
La
incorporación del Acuerdo de Paz con las FARC a los caóticos armazones
jurídicos del Estado colombiano, y sobre todo al sinuoso y perverso mundo
político del país, ha recorrido un camino escarpado y conflictivo. Firmado el
Acuerdo en La Habana el 24 de agosto de 2016, se firmó de manera más solemne en
Cartagena el 26 de septiembre del mismo año con presencia de todos los jefes de
Estado de América Latina y otras personalidades mundiales. Fue sometido a
consulta plebiscitaria el 2 de octubre siendo rechazado por una exigua mayoría de
0.4%. Entre octubre y noviembre los partidos de extrema derecha que
reivindicaron ilegítimamente el monopolio del voto negativo, pues hubo grandes
franjas que votaron negativamente con el deseo de que las FARC no se fueran de
sus territorios, lograron que el Gobierno y su Mesa negociadora forzaran a las
FARC a renegociar lo ya pactado, discutiendo 500 propuestas de enmienda. El 24
de noviembre se firmó un texto enmendado en el Teatro Colón de Bogotá y ese
mismo día en la tarde una “Fe de Erratas”. Entre enero y marzo de 2007 el
Gobierno le pide al Congreso refrendarlo y el 13 de marzo la Plenaria del
Senado aprueba un texto nuevamente
enmendado por el debate parlamentario y conciliado entre Senado y Cámara,
referido solamente al Sistema Integral de
Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. Todo esto llevó a modificar
los calendarios de implementación y comienza el proceso paquidérmico de
cumplimientos e incumplimientos. Ya al borde del vencimiento de las facultades
otorgadas al Presidente por el Acto Legislativo 01 de 2016 para expedir
decretos con fuerza de ley referidos a la implementación, Santos expide 19
decretos al final de mayo de 2017, habiendo expedido unos pocos previamente.
Cuando
las negociaciones apenas comenzaban, en 2012, el Gobierno hizo aprobar del
Congreso el Acto Legislativo 01/12, mediante el cual quiso adelantarse a
preparar un marco legal para la paz, sin consulta alguna con las FARC y
pensando en que los diálogos durarían muy poco tiempo y el Acuerdo esperado
debería contar con instrumentos legales que lo facilitaran. Las FARC se
opusieron siempre al contenido de dicho acto legislativo y sólo lo aceptaron al
final de las negociaciones. En dicho instrumento se adoptaba la Justicia
Transicional (artículo transitorio constitucional # 66) y se abría el camino a
una futura ley estatutaria, pero en su párrafo 4 establecía que: “Tanto los criterios de priorización como los
de selección son inherentes a los instrumentos de justicia transicional. El
Fiscal General de la Nación determinará criterios de priorización para el
ejercicio de la acción penal (…) el Congreso de la República, por iniciativa
del Gobierno Nacional, podrá mediante ley estatutaria determinar criterios de
selección que permitan centrar los esfuerzos en la investigación penal de los
máximos responsables de todos los delitos (…) En consecuencia y para
facilitar la selección, el mismo artículo autoriza “la renuncia condicionada a la persecución judicial penal de todos los
casos no seleccionados”.
En el
debate e información púbica, esta norma ha pasado desapercibida, pero su aplicación
podría llevar a lo ocurrido en El Salvador, donde entre las decenas de miles de
crímenes, se escogieron 34 por ser los que produjeron conmoción nacional. Si la
JEP recibe millares (probablemente millones) de casos, la impunidad podría
apoyarse en esta norma para dejar en profunda frustración a las víctimas. El
Estado renunciaría a la persecución penal de los victimarios (en su inmensa
mayoría) y tal impunidad tendría el estatus de “cosa juzgada”.
2) ¿Víctimas del conflicto armado
o de violación sistemática de sus derechos
humanos?
En el
texto de la Jurisdicción Especial para la Paz se adoptó una fórmula, repetida
reiterativamente, para definir quiénes deben o pueden acogerse a ella: los
responsables de conductas delictivas cometidas “por causa, con ocasión o en
relación directa o indirecta con el conflicto armado” (versión pos
plebiscito en 5.1.2. # 9).
El Presidente Santos
reconoció en su gobierno que realmente existía un conflicto armado, lo que su
antecesor había negado rotundamente. Pero al observar las consecuencias de ese
reconocimiento, el Vice Fiscal, Jorge Fernando Perdomo, afirmó que a quienes
más había perjudicado jurídicamente la negación del conflicto armado era a los
militares, pues no podían invocar el DIH como ordenamiento rector de la guerra
y justificar todo –incluso los “falsos positivos- como allí lo dice Perdomo,
como actos legítimos de guerra.[13]
En efecto, el Gobierno
y los militares habían descubierto que si todas sus acciones armadas las
protegían bajo el paraguas del conflicto armado, podían ampararlas en el
Derecho Internacional Humanitario y por esa vía blindarlas con la Ley
Estatutaria del Fuero Penal Militar, en búsqueda de aprobación desde 2013, donde
está previsto el mecanismo adecuado para que los miembros de la fuerza pública
responsables de asesinatos de no combatientes (incluso los autores de “falsos
positivos”) se despojen de su carácter delictivo, al definir dicha Ley como
“blanco legítimo” a cualquier civil que participe en “hostilidades”, o sea, en
actos que produzcan algún daño a personas o bienes civiles o militares y tengan
alguna relación con las hostilidades (artículos 10 y 11 del proyecto de ley
estatutaria) o simplemente a cualquier civil que en el momento de actuar el
miembro de la fuerza pública tenga la convicción de que es un “blanco legítimo”
(ibid. Art. 14). Si se lograba que todos
los crímenes de Estado fueran considerados como episodios del CONFLICTO ARMADO,
los acuerdos de paz podrían completar la impunidad de los militares, pues no
haría falta siquiera presentarse a la Jurisdicción Especial para la Paz, ya que
la privación de la vida tendría un eximente de antijuridicidad por estar
dirigida a un “blanco legítimo” y constituir un “acto legítimo de guerra”. Tal
eximente de antijuridicidad se le había retirado a las conductas de los
guerrilleros en sus combates, mediante la sentencia C-456/97 de la Corte
Constitucional, reduciendo el delito político a un delito de opinión.
Pero esto falsea
profundamente la realidad. Ciertamente
existe el conflicto armado hace muchas décadas y una parte importante de la
violencia y de las víctimas están estrechamente ligadas al conflicto armado.
Pero hay una violencia enormemente mayor que no está ligada sino en la mente
del gobierno y de los militares, por conveniencia propia, al conflicto armado.
Las víctimas de crímenes de Estado son enormemente más numerosas que las del
conflicto armado: son los genocidios de fuerzas políticas, de sindicalistas, de
movimientos campesinos, de opositores políticos, de activistas sociales, de
defensores de derechos humanos, que jamás fueron combatientes ni pensaron en
serlo; piénsese en los “falsos positivos” que se cuentan por miles e involucran
a todas las brigadas militares. Se calcula que un 80% de víctimas de la
represión no tienen nada que ver con el conflicto armado aunque hayan intentado
mediáticamente hacerlas aparecer como relacionadas con el mismo. La única manera que tienen los agentes del
Estado de darle alguna apariencia legal a un crimen de ejecución, desaparición,
masacre, bombardeo, etc. es presentar a las víctimas como “combatientes”. De
allí que la versión pos Plebiscito del Acuerdo, en el No. 32 del apartado de
justicia (5.1.2.) afirme que “en
particular los miembros de la Fuerza Pública, ostentan el ejercicio legítimo de
la fuerza y sus acciones se presumen legales”.
Evidentemente este tipo
de violencia no puede ser analizado ni procesado por idénticos parámetros
jurídicos que los crímenes de guerra. El haber
fusionado todo esto causa otra frustración profunda; pone obstáculos
infranqueables a los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la
reparación y las garantías de no
repetición, y falsea radicalmente la historia nacional.
3. aceptación y legalización de
una simetría ilegítima
Las negociaciones de
paz casi siempre han constituido un pugilato en el cual lo político, lo ético y
lo jurídico prueban fuerzas y ordinariamente vence lo que más favorece
intereses inconfesables. El poder más fuerte en la Mesa de negociaciones era,
por supuesto, el Gobierno, el cual siempre ha contado con el eventual manejo de
los medios de información al servicio de sus intereses. El discurso reiterativo
del Presidente Santos, asimilado y reproducido por las instituciones, el empresariado
y los poderes mediáticos, jugó con argumentos de aparente carácter
ético-jurídico pero que en realidad eran políticos: la injusticia de tratar
benignamente a los rebeldes, favorecidos por normas de derecho internacional,
mientras se trataba con rigidez e indolencia a los servidores del Estado cuyo
delito era defender las instituciones. Cualquiera percibe los sofismas
escondidos en tal discurso: ni se ha tratado benignamente a los rebeldes sino
como a los criminales más atroces, ni los servidores públicos han defendido las
instituciones sino que han deslegitimado al Estado con sus crímenes. En esas
trampas del lenguaje se apoyó la frustración más profunda, pues la población
identificada con principios éticos, jurídicos y sociales, esperaba del proceso
de paz una justicia limpia, que reconociera el altruismo de quienes corrieron
todos los riesgos y sufrimientos por buscar un país más equitativo y humano, si
bien se aceptaba que en el desarrollo de la guerra habían delinquido, y que
reconociera al tiempo la violación sistemática de los derechos más sagrados de
amplias franjas de población, desconociendo normas elementales de convivencia y
del derecho internacional por parte de servidores públicos y actuara con
eficacia para que eso nunca más se repitiera. Triunfó finalmente el principio de simetría, apoyado en los
sofismas mediáticos que favorecían a las capas en el poder.
Desde el Derecho y
desde la Ética se valora con una gravedad enormemente mayor el crimen de un
agente del Estado que masacra, desaparece, tortura, viola, bombardea, desplaza,
priva ilegalmente de la libertad, amenaza, destruye la confianza en las instituciones,
hace montajes, manipula perversamente la justicia, participa en campañas de
terror y de difamaciones y trata de justificar todo eso mediante camuflajes de
falsa legalidad, si se tiene en cuenta que al tiempo está privando a la
ciudadanía de la protección que el Estado le debe por imperativo ético y por
ley, dejándola sin amparo y sin derechos. Frente a esto, en los crímenes de guerra
de los rebeldes hay que valorar el compromiso con una causa de justicia,
sacrificando la elemental tranquilidad personal y de su entorno familiar y
abocando sufrimientos y privaciones enormes, si bien la violencia inherente a
la guerra se desborda y degrada en infracciones que de todas maneras tienen que
ser justiciables. A todas luces, la
simetría aparece terriblemente repugnante pero el pragmatismo del poder terminó
por imponerla.
La multitud de crímenes
de Estado sufridos en tantas décadas de violencia había alimentado la ilusión
de que algún día se impondría la justicia, y que un proceso de paz era ocasión
privilegiada para esclarecer esos crímenes, sancionarlos y corregirlos, tomando
medidas para que nunca se repitieran. Esta es la frustración más honda, pues la
SIMETRÍA se proyectó, además, en el texto de los acuerdos, en múltiples formas
de impunidad estatal.
4) extirpación del tímido ensayo de
jurisdicción universal
La filosofía jurídica y
política que desde la Revolución Francesa comienza a proyectar en derecho
positivo los consensos seculares del derecho natural, con expresiones preliminares
en las versiones del Derecho de Gentes del Derecho Romano y en numerosos
filósofos, teólogos y juristas renacentistas y que adquiere desarrollos progresivos
en la Organización de Naciones Unidas, sobre todo a partir de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, ha consolidado como uno de sus pilares
fundamentales el principio según el cual la protección de la dignidad esencial del
ser humano trasciende toda legislación, jurisdicción y soberanía nacional y
apela a una juridicidad universal “erga
omnes” (que implica a todo el mundo) cuando se quebranta una norma de “ius cogens” (o norma absolutamente
imperativa). Una sentencia del Tribunal Internacional de Justicia reconoció
explícitamente esa juridicidad universal imperativa[14],
explicada así por un experto: “todos los
Estados están legitimados para exigir la protección de los derechos esenciales,
derivados de normas de ius cogens
que generan obligaciones erga omnes.
Ello supone aceptar el principio de que todos los Estados están capacitados
para reclamar la responsabilidad del Estado autor de un hecho
internacionalmente ilícito particularmente grave, quebrándose de esta forma el
esquema bilateral de la responsabilidad internacional (…) descubriendo en todo
Estado un interés jurídico en recobrar el respeto de la obligación y, en su
caso, un derecho de acción en caso de incumplimiento”[15] Es claro, entonces, que el sujeto activo para
reclamar las obligaciones de cualquier Estado en esa área esencial de la
dignidad humana es la humanidad entera, o sea, el género humano como tal.
La Corte Penal
Internacional ha encarnado en teoría esa jurisdicción universal, pero lo ha
hecho de la manera más ineficiente posible, por someterse a la presión de los
poderes políticos mundiales proyectados en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Ante el repudio universal, se ha limitado a enjuiciar casos de África y en su
casi totalidad casos de interés de jefes de Estado africanos que buscan
reprimir a sus grupos de oposición (lo más contrario a su propio Estatuto),
dejando de lado los aberrantes genocidios mundialmente repudiados, como los de
Palestina, Irak, Siria, Kurdos, Armenios, Sahara, etc. Sin embargo el principio
como tal sigue en pie y uno de sus ejercicios famosos fue el Caso Pinochet, en
el que la misma Cámara de los Lores del Reino Unido reivindicó el principio de
jurisdicción universal.
En las negociaciones de
La Habana, la fórmula que desempantanó el punto sobre Víctimas y Justicia, al
encontrar salidas que sustrajeran el ejercicio judicial de la corrupta e
ineficiente justicia colombiana, contempló la inclusión de un porcentaje de
jueces internacionales, tanto en las Salas como en el Tribunal (5.1.2. # 65).
Tal adopción, todavía tímida, de la jurisdicción
universal, quedó en firme cuando el Acuerdo fue suscrito solemnemente en La
Habana y en Cartagena, pero en las enmiendas negociadas con la extrema derecha
en el Pos-Plebiscito, esa tímida expresión naufragó. Y algo peor se infiltró en
el Acuerdo renegociado: introducir códigos, normas e instituciones propias del
aparato judicial colombiano al lado de los referentes jurídicos exclusivos que
se habían consensuado en La Habana, como eran los tratados internacionales de
derechos humanos, DIH y derecho penal internacional (5.1.2. # 19). Un “Caballo
de Troya”, sin embargo, ya se había infiltrado en el texto de La Habana
previo a la firma, al aceptar que en el tratamiento diferenciado para los
miembros de la fuerza pública se valoraría “lo
establecido en las reglas operacionales de la fuerza pública en relación con el
DIH” (5.1.2. # 44). Pero en el Pos-Plebiscito se abrió el gran boquete de
infiltración de referentes jurídicos internos, como el Código Penal, la Reglas
Operacionales de la Fuerza Pública, la colaboración de la Fiscalía y la
posibilidad de acuerdos de cooperación con la Fiscalía (5.1.2. # 67). Lo
lamentable de todo esto, fuera de la enorme crisis de legitimidad que todo el
mundo percibe en el aparato judicial colombiano dados sus elevados niveles de
corrupción, ineficiencia e irrespeto a sus propias normas, es que el derecho
interno colombiano ha mezclado en sus instrumentos muchas aberraciones
jurídicas y procedimientos espurios que son la proyección del dominio de poderes
políticos, intereses sectarios e ideologías
elitistas y anti-democráticas sobre la legislación y los códigos.
Extirpar el tímido
ejercicio de jurisdicción universal, bajo la presión de la extrema derecha
política, equivale a reivindicar una soberanía judicial ilegítima sobre los
crímenes de lesa humanidad, sobre los crímenes de guerra y sobre los
genocidios, cuyo interés jurídico le corresponde, imperativamente, a la
humanidad como humanidad. Tal concepción de la “soberanía” equivale, de parte
del Estado colombiano, a gritarle a la humanidad: déjennos cometer atrocidades y juzgarlas de acuerdo a nuestros
intereses y arbitrio sin que el resto de los humanos se entrometan en lo que no
les importa. ¡No hay derecho!
5) desaparición de las
responsabilidades de mando
Ya desde antes de la
firma solemne del Acuerdo en La Habana se había transigido en desconocer una
antigua norma de derecho internacional, adoptada también en el Estatuto de
Roma: la responsabilidad de mando de los jefes militares que les hace compartir
la responsabilidad de sus subordinados. La razón de esto se funda en que el
manejo de las armas debe rodearse de las máximas cautelas porque pone en riesgo
la vida de los ciudadanos y por ello el accionar armado tiene que estar
sometido al más riguroso y minucioso control jerárquico. Por ello, una
sentencia de la Corte Constitucional de Colombia afirma: “si un superior no evita un delito de lesa humanidad, por ser garante se
le imputa el resultado lesivo del inferior y no el simple incumplimiento de un
deber funcional” (Sentencia SU-1184/01, pg. 31).
Por el contrario, el
Acuerdo de La Habana reza: “En ningún
caso la responsabilidad de mando podrá fundarse exclusivamente en el rango, la
jerarquía o el ámbito de jurisdicción. La responsabilidad de los miembros de la
fuerza pública por los actos de sus subordinados deberá fundarse en el control
efectivo de la respectiva conducta, en el conocimiento basado en la información
a su disposición antes, durante y después de la realización de la respectiva conducta,
así como en los medios a su alcance para prevenir, y de haber ocurrido,
promover las investigaciones procedentes “ (5.1.2. # 44). Esto contrasta con lo establecido en el
Artículo 28 del Estatuto de Roma, el cual establece que:
“a) El jefe militar o el que actúe
efectivamente como jefe militar será penalmente responsable por los crímenes de
la competencia de la Corte que hubieren sido cometidos por fuerzas bajo su mando
y control efectivo, o su autoridad y control efectivo, según sea el caso, en
razón de no haber ejercido un control apropiado sobre esas fuerzas cuando:
i)Hubiere sabido o, en
razón de las circunstancias del momento hubiere debido saber que las fuerzas
estaban cometiendo esos crímenes o se proponían cometerlos; y ii)No
hubiere adoptado todas las medidas necesarias y razonables a su alcance para
prevenir o reprimir su comisión o para poner el asunto en conocimiento de las
autoridades competentes a los efectos de su investigación y enjuiciamiento.
b)
En lo que respecta a las relaciones entre superior y subordinado distintas de
las señaladas en el apartado a), el superior será penalmente responsable por
los crímenes de la competencia de la Corte que hubieren sido cometidos por
subordinados bajo su autoridad y control efectivo, en razón de no haber
ejercido un control apropiado sobre esos subordinados, cuando: i) Hubiere
tenido conocimiento o deliberadamente hubiere hecho caso omiso de información
que indicase claramente que los subordinados estaban cometiendo esos crímenes o
se proponían cometerlos; ii) Los
crímenes guardaren relación con actividades bajo su responsabilidad y control
efectivo; y iii) No hubiere adoptado
todas las medidas necesarias y razonables a su alcance para prevenir o reprimir
su comisión o para poner el asunto en conocimiento de las autoridades competentes
a los efectos de su investigación y enjuiciamiento.”
Cualquiera percibe que
la eventual excusa de “no saber” lo que estaban haciendo sus súbditos puede
cobijar con la mayor facilidad la impunidad de los más horrendos crímenes. En
Colombia ha hecho carrera la excusa: “eso
fue a mis espaldas” para exonerar a los más altos responsables de los
delitos, pero además en la historia de nuestra violencia abundan casos en que
cadenas de crímenes sistemáticos perpetrados por unidades militares durante
períodos de muchos años “no eran de
conocimiento de sus comandantes”. Por eso el Estatuto de Roma no incorpora
esa fórmula evasiva sino que exige analizar lo que un comandante “hubiere debido saber en razón de las
circunstancias del momento”. El
Acuerdo, refrendado por el Congreso luego de largos debates, optó por la
fórmula más evasiva, la más favorable a la impunidad.
6) refinamiento unilateral
de la impunidad de agentes del Estado
El 19 de agosto de 2016
(5 días antes de la firma final en La Habana) el Gobierno introdujo un ANEXO de
ACUERDO ESPECIAL sobre tratamiento penal
diferenciado para agentes del Estado. Como se registró antes, el ex
Magistrado Juan Carlos Henao, integrante de la comisión de alto nivel que había
destrabado el acuerdo sobre víctimas y justicia, comentó con admiración que el
Gobierno hubiera logrado obtener de las FARC ese privilegio excesivo para los
agentes del Estado, el cual fue incorporado como Título III de la Ley de
Amnistía.
Dado que la amnistía o
el indulto sólo pueden aplicarse a grupos rebeldes y jamás a servidores
públicos, pues eso equivaldría a aplicar la fórmula del “delincuente que se perdona a sí mismo su delito”, el Gobierno se
inventó una amnistía con otro nombre para sus agentes, entre ellos los miembros
de la fuerza pública, responsables del mayor número de crímenes horrendos
durante las décadas de conflicto armado,
amnistía que se llama “renuncia a
la persecución penal”, mucho más generosa que la amnistía clásica: extingue
la acción penal, la responsabilidad penal y la sanción penal, motivándose en
una “necesidad de reconstrucción de
confianza y terminación del conflicto”.
Si bien no procede en casos
de crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, genocidios, ni en delitos no
cometidos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el
conflicto armado ni tampoco en delitos contra el servicio, la disciplina los intereses
de la fuerza pública, el honor y la seguridad militar, también en estos casos
aplica el privilegio de ir a centros de reclusión de su misma institución. En
el caso de crímenes de lesa humanidad también disfrutarían de los beneficios
generales de la JEP.
Si la Sala de
Definición de Situaciones Jurídicas de la JEP considera probado el hecho de que
las conductas fueron cometidas por causa, con ocasión o en relación directa o
indirecta con el conflicto armado, el caso será asumido por la JEP, pero goza
de privilegios adicionales como: impedir
el inicio de nuevos procesos por esas conductas; hacer tránsito a cosa juzgada material,
sólo revisable por el Tribunal para la Paz; eliminar antecedentes en bases de datos; anular
responsabilidades o sanciones disciplinarias, fiscales o administrativas; impedir
acciones de repetición; eliminar efectos retroactivos laborales u otros; en
caso de rechazo a las decisiones solamente obraría un recurso de reposición
ante la misma Sala o de apelación ante la Sección de Apelaciones del Tribunal
para la Paz y sólo por solicitud del destinatario de la resolución. Los agentes
de Estado beneficiarios gozarán de libertad transitoria condicionada y anticipada
desde la entrada en vigencia de la ley. Si están detenidos o condenados y se
someten a la Sala para el mecanismo de renuncia
a persecución penal, se puede solicitar la libertad inmediata ante el Secretario
Ejecutivo de la JEP, libertad que no exige antes la definición de la Sala.
Podrán reingresar a la fuerza pública
luego de la absolución definitiva de responsabilidad por la JEP. Para obtener
libertad transitoria condicionada y anticipada, sólo se exigirá haber sido
condenados o procesados por conductas en relación con el conflicto que no
constituyan crímenes de lesa humanidad o similares, salvo si han estado privados
de libertad por 5 o más años, bastaría aceptar libremente acogerse a la JEP y
hacer un compromiso de contribuir a la verdad, a la no repetición y a la reparación.
El lugar de privación de la libertad será siempre una unidad militar o policial
y los beneficiarios contarán con un sistema de asesoría y defensa gratuita del
Estado.
El Congreso en su labor
de refrendación modificatoria regresiva del Acuerdo, añadió un privilegio más
para que los militares no se sientan inferiores a los rebeldes que cambian sus
armas por la política: también los miembros de la fuerza pública sometidos a la
JEP podrán ser empleados públicos, trabajadores oficiales o contratistas del
Estado cuando no estén privados de su libertad, además de la reincorporación al
servicio activo prevista en la ley 1820 de 2016 (Acto legislativo 01/17, Art 2
que agrega un parágrafo al Artículo 122 de la Constitución).
Era evidente desde el
principio de las negociaciones que la meta del Gobierno era lograr la máxima
impunidad para sus agentes a pesar de estar implicados en los crímenes más
numerosos y horrendos durante las décadas del conflicto, así como antes y
después. Las estrategias no fueron secretas:
1) Lograr que los crímenes de lesa humanidad que no tuvieran nada que
ver con el conflicto armado sino que eran conductas de represión ilegal y
criminal contra civiles desarmados que pensaban distinto (movimientos sociales,
víctimas u oposición política) se asimilaran a actos de conflicto armado (en relación directa o indirecta o con
ocasión de …) 2) Una vez asimilado o
fusionado lo que no era asimilable, justificar toda acción de los agentes
estatales como “defensa de la institucionalidad” o “defensa de la patria”,
cuando en realidad era destructiva y deslegitimadora de la institucionalidad y destructiva
de los ciudadanos indefensos de la nación. 3) Desmontar, no mediante argumentos
jurídicos sino con argumentos emotivos manipulados, la diferencia jurídica,
reconocida ancestralmente en el Derecho, entre el tratamiento a los rebeldes y
a los agentes de un Estado incursos en
crímenes de lesa humanidad. 4)
Utilizar intensas campañas mediáticas para hacer aparecer a los insurgentes
como criminales comunes y a los agentes del Estado como “héroes”, evitando toda
discusión pública sobre las características de los hechos y las estadísticas
concretas[16].
5) Presentar el proceso de paz como una derrota militar y rendición de la guerrilla,
“derrota” conquistada por la fuerza pública que la hacía merecedora a
privilegios de recompensa.
Todas estas estrategias
quedaron consignadas en el discurso del Presidente Santos en la ceremonia de
ascensos militares el 19 de diciembre de 2015, cuando ya estaba acordado el
texto fundamental del punto 5 (Víctimas):
“(...) Si nuestras Fuerzas, si nuestros
soldados, si nuestros policías hubiesen sido ineficaces, no hubiesen sido
victoriosos en el campo de batalla, la posibilidad de un proceso de esa
naturaleza simple y llanamente no existiría... yo no iba a permitir que se
repitiera la injusticia de ocasiones anteriores donde los soldados y policías
acaban en la cárcel y los guerrilleros acababan libres (...) no permitiría que
nuestra doctrina militar o policial fuese discutida con las FARC. Hemos
cumplido con lo prometido desde hace cinco años...
(...) partimos de la base -y aquí hay el principio de
la diferenciación-, partimos de la base de que todo lo que hace nuestra fuerza
pública es legítimo... todo lo que hace nuestra fuerza pública es por defender
a los colombianos dentro de la Constitución y las leyes, dentro de la
legitimidad. Mientras que los otros, todo lo que hacen es por fuera de las
leyes, por fuera de nuestra Constitución, y ahí hay una diferencia del cielo a
la tierra...
Lo que se decida en esa Jurisdicción no podrá ser
cuestionado o reabierto por ninguna otra instancia. Y eso nos debe dar una gran
tranquilidad, porque el propósito es cerrar definitivamente este conflicto...
...la privación efectiva de la libertad se hará en los
establecimientos previstos en el régimen penitenciario y carcelario establecido
por las propias fuerzas, conforme a un principio que está ahí contenido, del
tratamiento diferenciado.
(...) algo muy importante: nuestros soldados y
nuestros policías que hoy están en la cárcel, que hoy están cumpliendo una
pena, podrán someter ante este Tribunal una revisión de su caso. Y en muchos
casos automáticamente saldrán libres por cumplimiento de la pena porque la pena
será muy inferior a la que se le impuso si es que el tribunal lo considera
culpable y si es inocente con mayor razón.
...si esto no se hacía yo no firmaba la paz.”
Sobra todo comentario.
7) absolución anticipada de los
máximos responsables
Cuando en un país se
produce una violación generalizada de los derechos humanos fundamentales
durante un tiempo prolongado, nadie ha puesto en duda de que allí están
implicadas políticas de Estado al menos “de omisión”, las que ordinariamente
resultan de mayor eficacia. Esto lo ha comprendido la humanidad desde tiempos inmemoriales.
Por ello, incluso antes de que se produjera la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (1948), al finalizar la II Guerra Mundial los Aliados montaron
un Tribunal Internacional para enjuiciar a los criminales Nazis y, en ausencia
de una legislación internacional convencional al respecto, emitieron el
Estatuto de Nüremberg, que si bien era avalado por los vencedores de la guerra,
se erigió como base de un Derecho Internacional que comenzó a desarrollarse en
la Organización de Naciones Unidas. Ya ese Estatuto
de Nüremberg establecía en uno de sus principios que “El hecho de que la persona que haya cometido un acto que constituya
delito de derecho internacional haya actuado como Jefe de Estado o como
autoridad del Estado, no lo exime de responsabilidad conforme al derecho
internacional” (Principio III). Este principio se ha reproducido en numerosos
instrumentos internacionales y tiene vigencia en el Estatuto de Roma de la
Corte Penal Internacional, firmado y ratificado por el Gobierno colombiano, en
cuyo Artículo 27 se lee: “El presente
Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el
cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea jefe de
Estado o de Gobierno, miembro de un gobierno o parlamento, representante
elegido o funcionario de gobierno, en ningún caso lo eximirá de responsabilidad
penal ni constituirá, per se, motivo para reducir la pena”.
El Acuerdo de Paz, sin
embargo, estableció una inmunidad de facto para los ex presidentes (5.1.2. # 32
parr. 7 y Art. 5 transitorio, parr. 10 del Acto Legislativo 01 del 4 de abril
de 2017) al prescribir que la JEP “no
modificará las normas vigentes aplicables a las personas que hayan ejercido la
Presidencia de la República de conformidad con lo establecido en el art. 174 de
la C.P”. Al dejar en manos de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de
Representantes la puerta al enjuiciamiento de los ex presidentes, seguramente
lo hace con la consciencia de que se trata del organismo más ineficaz de la
institucionalidad colombiana, que en 131 años sólo ha producido una sentencia y
ello bajo la presión unificada de los dos partidos de la élite.[17]
En la Constitución de
1991se le asigna al Presidente la responsabilidad principal y la garantía de
los derechos y garantías ciudadanas (Art. 188: “al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a
garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”); en el
Artículo 189 se le dota de atribuciones adecuadas para poder cumplir lo
anterior, al asignarle la dirección de la fuerza pública en calidad de
comandante supremo (numeral 3) y al otorgarle la facultad de libre nombramiento
y remoción de sus agentes (numerales 1 y 13) y el Artículo 198 lo hace “responsable de sus actos u omisiones que
violen la Constitución y las leyes”.
Sobre estos fundamentos constitucionales, las comunidades victimizadas
han clamado en toda nuestra historia para que el Presidente cumpla con su deber
de garantía tomando las medidas que la Constitución le impone, pero lo único
que se ha logrado es el aumento progresivo de la barbarie militar y paramilitar.[18] Ahora
el Acuerdo de Paz los declara inmunes de facto.
8) esfumación de la centralidad
de las víctimas
En el texto de la
agenda de las negociaciones promulgado en La Habana y en Oslo en agosto de 2012 se afirmó: “resarcir a las víctimas está en el centro
del acuerdo Gobierno Nacional / FARC-EP”. Además, tanto el Gobierno como las FARC
reconocieron que la presencia de
delegaciones de víctimas en La Habana había sido un hecho impactante para ambas
Partes que le había dado motivaciones profundas a la búsqueda de la paz. De
allí que en los lineamientos generales del punto 5 se hablara de “la participación de las víctimas por
diferentes medios y en diferentes momentos”
y al establecer los Criterios
Orientadores (#5.1.1.1.1.) se habló de
“garantizar la participación de las víctimas del conflicto”. Sin embargo, a medida que se desarrolla
ese capítulo, las víctimas y sus organizaciones van desapareciendo y sólo en
los numerales 47, 48 y 67 se habla de los informes que deben entregarle a la
Unidad de Investigación y Acusación. Su papel va quedando reducido al de ser informantes, a la par que los órganos
de control del Estado (Fiscalía, Procuraduría, Justicia Militar etc.)
Durante la
re-negociación del Acuerdo con la extrema derecha en el Pos Plebiscito, a la
reducida participación de las víctimas como “informantes” se les restringió a
los 2 primeros años la posibilidad de presentar informes y se añadió además una
amenaza, la cual se reiteró durante la refrendación del Acuerdo en el Congreso:
si los informes eventualmente contienen indicios de acusaciones falsas, se
compulsarán copias para que la jurisdicción ordinaria procese a las
organizaciones informantes. (Cfr. 5.1.2. # 4748 parra. 11 – Acto legislativo 01
de 2017, Artículo 7 transitorio, parr. 5).
Si en realidad las
víctimas se hubieran considerado como protagonistas centrales del Acuerdo, se
habrían diseñado espacios de participación más amplios y decisorios,
principalmente su intervención en las Salas y en el Tribunal para la Paz con
posibilidad de nombrar abogados y de controvertir a sus victimarios y exigirles
una verdad plena así como garantías de reparación y no repetición. Pero el
diseño actual de participación es exiguo y de muy escasa o nula incidencia. Todo confirma, finalmente,
que el propósito acariciado por el Gobierno era garantizar impunidad de sus
agentes y de preservarlos al máximo de acusaciones y exigencias de verdad y
justicia por parte de las víctimas.
9) absolución del empresariado
criminal
Cualquier análisis de
las características del Estado Colombiano lo evidencia como Estado-Botín de una
élite minoritaria que acapara todos los bienes y facultades del Estado poniéndolos
al servicio de sus propios intereses. Analistas de prestigio sobre épocas
intensas de violencia así lo han descrito, entre ellos el dominico y sociólogo
francés Louis Joseph Lebret, el politólogo estadounidense Paul Oquist, el sociólogo
ucraniano-colombiano Juan Fride y muchos otros. El desarrollo mismo de este
proceso de paz y de los anteriores ha demostrado que lo primero que los
gobiernos quieren salvar es la inmunidad e impunidad de sus agentes civiles y
militares y la del gran empresariado nacional e internacional que domina, en
unidad de intereses con esos agentes, la economía nacional. Nadie ignora que
ese empresariado ha tenido responsabilidades enormes en la violencia y en la
negación de los derechos humanos, sobre todo por su incentivación y
financiación del paramilitarismo. De allí que las negociaciones de paz en el
tema Víctimas y Justicia incluyeran el sometimiento del empresariado involucrado,
a la justicia transicional.
La Jurisdicción Especial para la Paz JEP abrió
espacios para que el empresariado se sometiera a sus mecanismos de privilegio
judicial, en condiciones similares a las de los militares y guerrilleros. Pero
así como el Gobierno se dedicó a conquistar condiciones de excesivo privilegio
para los militares y a elaborar un discurso falso de su participación en el
conflicto, también se ocupó de elaborar un discurso similar para exonerar de
justicia al empresariado.
El 30 de agosto de 2016 el Presidente Santos asistió
al Congreso de Analdex, acompañado de su Canciller, del Alto Comisionado de Paz
y del militar negociador plenipotenciario del Gobierno en La Habana, ex General
Jorge Enrique Mora Rangel. Su mensaje a los empresarios fue una fórmula de
evasión a la justicia, entusiasmadamente acogida: alegando extorsión podrán
limpiar su nombre ante la Justicia Transicional. Les insistió en que la
Justicia Especial para la Paz será una oportunidad para que los empresarios que
han sido víctimas de extorsión limpien su nombre. Y en ese sentido precisó
que solamente quienes sean responsables de crímenes de lesa humanidad podrán
ser juzgados por el Tribunal y añadió que esa iniciativa se había trabajado con
los mismos empresarios. Según sus palabras, “Hay una serie de normas, de códigos, de decisiones, para que cualquier
empresario que se vea involucrado en cualquier caso, pueda acudir a la Justicia
Transicional y limpiar su nombre. Y solamente, óigase bien, solamente aquellos
terceros, empresarios o no, que en forma habitual y determinante sean
responsables de crímenes de lesa humanidad, solamente en esos casos el Tribunal
los podrá juzgar (…)Si fueron extorsionados, si contribuyeron a algún grupo,
van y dicen: Mire, efectivamente, a mí me boletearon y yo pagué durante un año,
dos años, tres años, cuatro años; o me amenazaron de secuestro y yo pagué, o yo
participé en un fondo que financiaba un grupo de autodefensa. Y va y dice la
verdad y queda limpio de por vida. Le borran cualquier mención en la justicia
ordinaria”.[19]
Cuando el texto del Acuerdo fue objeto de nuevas
enmiendas regresivas en el Congreso para su refrendación, en el Artículo 16 transitorio del Acto
Legislativo 01/17,la competencia sobre terceros se restringió al máximo al
reducirla a quienes hubieren tenido una “participación
determinante” en los crímenes más graves definidos en el Estatuto de Roma,
pero explicando que “Se entiende por
participación determinante para estos efectos aquella acción eficaz y decisiva
en la realización de los delitos enunciados”. Cualquiera entenderá que ese
no fue el ámbito de participación de los empresarios en los crímenes sino su
financiación, la cual, con esta definición, queda excluida.
10) anulación de los crímenes de lesa humanidad
y de las prácticas de genocidio
Ya desde el Estatuto de
Nüremberg (1946) se consideró y se estableció que el CRIMEN DE LESA HUMANIDAD, cuyo
interés jurídico no corresponde a una víctima ni a un grupo de víctimas sino a
la humanidad entera en cuanto género humano, tiene como una de sus notas específicas
la de no referirse a una víctima individual sino a una comisión sistemática o
en gran escala.
El Comentario Oficial
de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU sobre el Proyecto de Código
de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, completado
definitivamente en 1996, afirma sobre el Artículo 18, referido al Crimen de Lesa
Humanidad: “La cláusula inicial de la definición establece
las dos condiciones generales que deben darse para que alguno de los actos
prohibidos constituya un crimen contra la humanidad comprendido en el presente
código. La primera es la comisión
sistemática o en gran escala. Esa primera condición se compone de dos
requisitos alternativos. El primero exige que los actos inhumanos se cometan de forma sistemática, es decir, con
arreglo a un plan o política preconcebidos. La ejecución de ese plan o política
podría llevar a la comisión repetida o continua de actos inhumanos. Lo
importante de este requisito es que excluye el acto cometido al azar y no como
parte de un plan o una política más amplios (…) El segundo requisito
alternativo exige la comisión en gran
escala, lo que quiere decir que los actos se dirijan contra una multiplicidad
de víctimas. Este requisito excluye el acto inhumano aislado cometido por un
autor por su propia iniciativa y dirigido contra una sola víctima”[20].
El Tribunal Internacional para la Antigua
Yugoslavia interpreta así esas notas específicas: “Solo los crímenes que, ya
sea por su magnitud y salvajismo o por su gran número o por el hecho de que un parámetro similar fuera aplicado en
diferentes momentos y lugares, y pusiere en peligro a la comunidad
internacional o impactara la conciencia de la humanidad, justificaría la intervención
de Estados diferentes de aquel en cuyo territorio han sido cometidos los
crímenes o cuyos súbditos se han convertido en víctimas. Así, pues, el énfasis no está en la víctima
individual sino más bien en la colectiva, siendo el individuo victimizado no
por sus atributos individuales sino más bien a causa de ser miembro de una
población civil en la mira. Se ha interpretado esto en el sentido de que los
actos, como se explicó antes, deben realizarse sobre bases de gran escala o sistemáticos (…) (Caso No IT-94-I-T,
Opinion and Judgment, 7 May 1997, No. 644).
También el GENOCIDIO constituye un crimen que afecta a la humanidad
como tal y busca destruir la identidad de grupos. El creador del término Genocidio, el polaco Rafael
Lemkim, lo concibió en dos fases: la primera busca destruir la identidad
nacional del grupo oprimido y la segunda la imposición a los sobrevivientes de
la identidad nacional del opresor.
Como lo advierte Daniel Feierstein, Director del Centro de Estudios
sobre Genocidio en la Universidad Tres de Febrero de Buenos Aires, Argentina, el
ejemplo del Genocidio Nazi es profundamente ilustrativo: “El
propósito del nazismo no fue solamente exterminar ciertos grupos (étnicos,
nacionales y políticos, entre otros) sino transformar
la sociedad alemana y europea, mediante la ausencia de tales grupos,
transformación que probó eventualmente ser exitosa. En particular, uno de los
efectos más duraderos del Genocidio Nazi de judíos y gitanos fue la desaparición del internacionalismo y el
cosmopolitanismo, que eran elementos constitutivos de la identidad alemana y
europea. El rasgo fundamental, pues, de esta más reciente interpretación de
“la destrucción parcial de un grupo
nacional” es que concentra nuestra atención en el objetivo más amplio del
Genocidio y en la modalidad con que apunta al conjunto de la población de un
territorio particular. Invita a las sociedades a reflexionar sobre cómo la destrucción ha configurado sus
propias prácticas sociales, eludiendo la alienación inherente a la
consideración del Genocidio como el sufrimiento de otros”.[21]
El aparato judicial colombiano ha sido reacio a
aplicar estos conceptos jurídicos a pesar de pertenecer al derecho
consuetudinario y también al derecho convencional en tratados que llegan hasta
el Estatuto de Roma, ratificado por Colombia. Jueces y magistrados se han
negado a tenerlos en cuenta alegando que no han sido traducidos al derecho
interno, aunque recientemente se han calificado ciertos magnicidios como crímenes
de lesa humanidad pero con la intención de evitar la prescripción ya
inminente que dejaría en pública vergüenza a los investigadores. En muy pocos
casos se ha aplicado correctamente el concepto de crimen de lesa humanidad y
menos el de genocidio. Pero ambos reflejan nuestra cruda realidad que el Estado
se niega a reconocer. En efecto, los numerosos casos en que miles de crímenes
obedecen a libretos y propósitos idénticos y revelan políticas innegables de
destrucción de colectividades pensantes y actuantes en determinada dirección y,
en consecuencia, la imposición de una identidad nacional en que no quepan las
colectividades destruidas. Piénsese en el genocidio sindical y campesino
extendido por décadas; el genocidio indígena; el genocidio de la UP y de numerosos
colectivos políticos; el exterminio en Trujillo, El Carmen de Chucurí, San José
de Apartadó, el Bajo Atrato, el Catatumbo, el Cauca, con centenares de muertes
mediante un idéntico libreto, o los mismos millares de Falsos Positivos
cuyo carácter sistemático es inocultable toda vez que comprometió a todas las
brigadas militares.
Esta fue una de las enmiendas más dañinas del
Acuerdo de Paz en su paso por el Congreso para su refrendación modificatoria
regresiva: en el artículo transitorio 12 del Acto Legislativo 01 de 2017,
párrafo 5, se lee: “En las actuaciones que
adelanten los órganos de la JEP no se podrá presumir el carácter masivo o
sistemático de las conductas punibles investigadas, ni que el hecho ha sido
cometido como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran
escala de tales crímenes; todo ello deberá acreditarse de conformidad con prueba
legalmente producida”.
La prueba de la
sistematicidad o de la gran escala la impone la misma realidad y los
investigadores sólo deben constatarla con la ayuda del conteo y la
confrontación de casos y contextos. Quizás los congresistas pensaron en exigir
“testimonios” probatorios de sistematicidad o de gran escala, ya que nuestra
“justicia” ha estado fundada exclusivamente en el testimonio, pues éste es
manipulable por el soborno o la amenaza y así se han consolidado en su
impunidad millones de expedientes que dejan ilesos a los victimarios.
11) evasiva radical a las
garantías de no repetición
Una de las
frustraciones más profundas que se experimentan al leer el Acuerdo de Paz se
relaciona con el capítulo sobre “Garantías de No Repetición” del punto 5
(#5.1.4.), pues es un texto vacío de su propio tema y se contenta con sólo
mencionar los demás temas. Su conclusión lo reconoce al afirmar: “las garantías de no repetición serán resultado
por una parte, de la implementación coordinada de todas las anteriores medidas
y mecanismos, así como en general de todos los puntos del Acuerdo Final; y por
la otra de la implementación de medidas adicionales de no repetición que se
acuerden en el marco del Punto 3 ·Fin del conflicto” de la Agenda del Acuerdo
General”.
La más elemental lógica
exige que para garantizar la no repetición de alguna práctica es necesario
hacer un diagnóstico de los factores y mecanismos que la determinaron y
facilitaron. Las “líneas rojas” del Presidente Santos, de no tocar el modelo
económico ni el político ni el militar, para un buen entendedor significan una
negativa rotunda a analizar las factores determinantes del conflicto. La vaga
promesa de que no se volverá a incurrir en las prácticas del pasado es
desmentida por toda nuestra historia nacional.
Si fue quedando claro
que la insurgencia se originó en el despojo brutal de la tierra y en el cierre
rotundo a alternativas políticas y sociales, el conflicto social más profundo y
el que produjo un número monstruosamente mayor de víctimas se fundó en una represión
sistemática que optó por exterminar a los movimientos sociales y políticos que
reivindican derechos o proponen alternativas. Tal modelo represivo tuvo sus
factores determinantes y coadyuvantes, tales como la injerencia ideológico-militar
de Estados Unidos y su conducción de las políticas de seguridad durante casi un
siglo; las doctrinas impuestas del “enemigo interno”, “seguridad nacional” y
“anticomunismo”, refrendadas por estrategias de exterminio, presencia y dominio
militar extranjero, paramilitarismo y adoctrinamiento militar en la Escuela de
las Américas; crecimiento exagerado del aparato y del presupuesto militar y
eliminación de mecanismos de control ciudadano de sus prácticas (justicia
militar); politización y corrupción de la justicia haciéndola funcional al polo
estatal y elitista del conflicto; dominio de los medios masivos e imposición de
cánones de censura y manipulación; irrespeto y exterminio de la oposición
mediante el terror; uso de la tortura, la desaparición forzada, el genocidio,
el desplazamiento forzado, la prisión ilegal y arbitraria y otras numerosas
prácticas violatoria de los derechos humanos elementales, y dominio
financiero-elitista del aparato electoral como medio de corrupción y control sistemático
de las instituciones.
Sin un análisis
profundo de estos factores; sin un reconocimiento explícito del papel que han
jugado en el conflicto social y en el conflicto armado y sin unas estrategias
correctivas convincentes, no existirán, ni de lejos, garantías de no repetición.
La comunidad
internacional se extraña de que un “fin de conflicto” no incluya al menos una
reducción sensible del pie de fuerza y del presupuesto militar. A quienes conocen
la ideología represiva y el influjo en ella de los Estados Unidos, les aterra
que no haya un reconocimiento ni una estrategia de poner fin a la presencia
militar extranjera ni una declaración de independencia de sus fatales
asesorías. La red mundial de organizaciones humanitarias deplora la impunidad
negociada con el estamento castrense y se pregunta cómo puede esperarse un
futuro más respetuoso del ser humano mientras los represores y perpetradores de
crímenes de lesa humanidad permanecen intocables y con derecho a continuar en
sus instituciones, a ocupar puestos públicos y a contratar con el Estado. Todos
nos escandalizamos de las declaraciones de la fuerza pública en las que niegan
la existencia misma de su doctrina militar, cuando muchos conocemos sus
manuales y pactos secretos en los que incorporaron numerosos principios y prácticas
criminales.
El reconocimiento de
los errores es principio ineludible de un cambio que lleve a no repetir las
atrocidades. Negar, silenciar, ocultar o disimular esos errores, revela intenciones
implícitas de repetirlos.
Miradas de conjunto
Si algo queda claro
luego de recorrer el proceso y de analizar sus logros es que las raíces del
conflicto no fueron abordadas; que las “líneas rojas” del Presidente Santos no
fueron cruzadas; que un alto nivel de impunidad
fue conquistado por los agentes del Estado y sectores de la élite
económico política, con enorme superioridad al nivel conquistado por la
guerrilla; que fueron desconocidos muchos principios de derecho internacional;
que predominó en los acuerdos un lenguaje abstracto y retórico sin concretarse
en referencias a tiempos, lugares, cantidades, responsables y modalidades; que
las maquinarias de la corrupción, de la exclusión y de la represión quedaron
intactas y en fin, que la concepción de la paz esgrimida por el Gobierno miraba
más a blindar a los sectores de poder frente a eventuales ejercicios de
justicia internacional y a tranquilizar a los inversionistas extranjeros, que a
erradicar los factores generadores de la violencia.
La respuesta del
Presidente Santos y de sus representantes en la Mesa frente a las pretensiones
de las FARC en los diversos puntos, consistió en decirles: si buscan ese tipo
de cambios, tienen que abandonar la lucha armada, integrarse a la vida política
tal como existe, conquistar votos en las elecciones y, si llegan eventualmente
al poder, implantar las reformas que buscan mediante los mecanismos
constitucionales. Tal tesis, aparentemente correcta, está fundada en una
trampa, pues ese camino es absolutamente imposible mientras no se democraticen
los medios de información y comunicación y los procedimientos electorales. Sin
embargo, las propuestas de democratización de esas dos instancias, expresadas
en la Mesa, fueron negadas rotundamente. Así, entonces, quedó blindado el sistema en su corrupción y
antidemocracia.
Los avances evaluativos
de los acuerdos registran hasta el momento un nivel casi total de cumplimiento
por parte de las FARC y un alto nivel de incumplimiento por parte del Gobierno,
reforzado éste por un clima político hostil, liderado por el ex Presidente
Uribe y otras facciones de derecha, las cuales se apuntalan en la
tergiversación mediática y en la mentira cruda para poner trabas a la
implementación de acuerdos de tan débil incidencia en las rutinas socio
políticas.
Hay que celebrar que
las FARC hayan decidido dejar de articular las armas con la política, pero hay
que deplorar al mismo tiempo que el Estado y sus brazos paramilitares no hayan
hecho lo mismo, siquiera en un bajo nivel. Esto lleva a que ahora el accionar
armado, preocupantemente en incremento desbordado, sirva a los más
inconfesables objetivos e intereses y ponga en alto riesgo a los mismos
desmovilizados, exterminándolos, en seguimiento de una larga tradición
histórica.
Quienes creemos que la
única paz auténtica es aquella que se identifica como producto o efecto de la
justicia, la vemos demasiado lejos.
[1] En el siglo XIX hubo 9 guerras civiles nacionales, 14 regionales y
múltiples revueltas locales; el siglo XX, iniciado con la “Guerra de los Mil
Días”, conoció períodos atroces de violencia, como la de los años 40 y 50,
antes de que se iniciara la proliferación de las insurgencias armadas en los
años 60.
[2] Gómez, Fabio Hernán, Concentración del poder económico en Colombia,
Centro de Investigación y Acción Social CIAS (hoy CINEP), Bogotá, 1974
[3] En 2009, según el Instituto Codazzi, el índice Gini era de 0.885: cita
de Juan Camilo Restrepo, ex Ministro de Agricultura, en La Cuestión Agraria,
Penguin Randon House Grupo Editorial, Bogotá, 2014, pg. 126-127
[4] Honoré, Anthony Maurice, The Right to Rebel, Oxford Journal of
Legal Studies, vol. 8, No. 1, pg. 34-54
[5] El paramilitarismo fue impuesto como fruto de la Misión Yarborough
–febrero de 1962- de la Escuela de Guerra Especial de USA – en cuyas
directrices secretas ordena conformar grupos mixtos, civiles y militares, con
el fin de “realizar acciones terroristas
paramilitares contra los simpatizantes del comunismo”. Casilla 319 de Archivos de Seguridad
Nacional, Bilioteca Kennedy. Cfr. Michael McClintonck, Instruments of
Statecraft, Panteon Books, New York, 1992, pg. 222
[6] Las cifras de Monseñor Germán Guzmán son cálculos hechos desde su
libro La Violencia en Colombia, 1968; las de Diego Fernando Otero Prada
de su libro Las Muertes del Conflicto Colombiano en el Período 1964-2008, Universidad Central, Bogotá,
2010, pg. 68, libro que incorpora las cifras del Banco de Datos de CINEP desde
1988 a 2008. No se tienen en cuenta las víctimas de desplazamiento forzado que
se acercarían a 10 millones desde 1946.
[7] Cfr. Artículo de Marisol Gómez en El Tiempo el 18 de octubre de 2012,
relato de Oslo.
[9] Aunque el Gobierno con todos sus aparatos de inteligencia y seguridad
y con la asesoría extranjera del más alto nivel no pudo aportar una sola prueba
de la participación de las FARC en el tráfico internacional de drogas ilícitas,
los medios masivos siguen difundiendo esa tesis de manera persistente sin
posibilidad de probarla. Quien escucha las emisiones de cadenas radiales como
Caracol, RCN, las emisoras militares y de la Policía, así como periódicos de
amplios tirajes y canales televisivos da por sentado que las FARC son “el mayor cartel mundial del narcotráfico”.
Uno se pregunta si algún día esos “periodistas” o “analistas”, tipo Darío
Arismendi, Diana Calderón, Juan Carlos Florez, los habituales invitados de
“Hora Veinte”, etc. tendrán que responder penalmente por tantas calumnias y difamaciones.
[10] http://www.eltiempo.com/politica/justicia/juan-carlos-henao-habla-sobre-acuerdos-jurídicos-en-la-habana/16463621
[11] El documento se insertó bajo el numeral 3.4 del punto 3 (Fin del
Conflicto), articulándolo con el · 3.6 (Garantías de Seguridad) y el 3.7
(esclarecimiento del fenómeno paramilitar) y comprende estrategias como: un
pacto político entre partidos y sectores sociales de no promover el
paramilitarismo; una comisión nacional de garantías de seguridad; una unidad de
investigación por fuera de la JEP; un cuerpo élite policial; garantías para
fiscales y jueces; un sistema de seguridad para el ejercicio de la política;
medidas de protección y seguridad personal y colectiva; una instancia de alto
nivel en el sistema de seguridad para el ejercicio de la política; un delegado
presidencial como secretario técnico de la instancia anterior; un programa de
protección para los integrantes del nuevo partido; una sub-dirección en la UNP;
una Mesa Técnica de Seguridad y Protección; ejecutar programa de
reconciliación, convivencia y prevención de la estigmatización (del punto 2);
medidas de autoprotección; programas de seguridad para comunidades y
organizaciones en sus territorios; un instrumento de prevención y monitoreo de
organizaciones criminales; un mecanismo nacional de supervisión e inspección de
servicios de vigilancia y seguridad privada; medidas contra la corrupción;
instrumentos de control institucional; medidas para contener la penetración de
organizaciones y conductas criminales. Nada de esto es novedoso, todo ha
existido o se ha ensayado en diversos momentos pero nada, nada de esto ha
funcionado pues les falta el alma: la voluntad política real de erradicar el
paramilitarismo.
[12] Ver apartes de dicha confesión en el artículo de Daniel Coronell: La
Grabación, revista Semana, edición 1831, junio 4 a 11 de 2017, pg.19
[13]
http://www.eltiempo.com/politica/entrevista-con-elvicefiscal-general-jorge-fernando-perdomo/16483255
[14] Sentencia del 5 de febrero de 1970, caso Barcelona Traction Light and
Power Company Limited
[15] Antonio Blanc Altemir: “La violación de los derechos humanos
fundamentales como crimen internacional”, Bosch Casa Editorial, S. A., Barcelona, 1990, pg. 93-95
[16] Cfr. El video “Apuntando al Corazón”, que pone al descubierto el
diseño de campañas mediáticas con utilización de mecanismos perversos de
manipulación de conciencias para crear una imagen positiva del papel represor
de la fuerza pública.
[17] Según la Corporación Excelencia de la Justicia (2015) tal Comisión
existe desde 1886. Luego de la Constitución de 1991, entre 1992 y 2014 recibió
3496 denuncias, de las cuales 1957 fueron archivadas y 1530 quedaron sin
resolver. El 30% de ellas (1048) fueron contra Presidentes de la República y no
tuvieron ningún efecto.
[18] En el sólo caso de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, van 36 derechos de petición a los Presidentes, sin
obtener ninguna respuesta efectiva sino más bien el desacato a varias
sentencias de la Corte Constitucional. En el caso de las atrocidades del ESMAD
son innumerables los llamados apremiantes para que el Presidente contenga y
sanciones tantos crímenes, sin lograr absolutamente nada.
[19] Párrafos transcritos por El País, Cali, agosto 30 de 2016
[20] Doc. Suplemento No. 10 (A/51/10), 1996, pg. 101 y 102.
[21] El concepto de Genocidio y
la destrucción parcial de un Grupo Nacional, Por: Daniel Feierstein, digital.