martes, 27 de diciembre de 2016

POLÉMICA Alepo, la tumba de la izquierda


Santiago Alba Rico es filósofo y escritor.
Nacido en 1960 en Madrid,
vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez,
donde ha desarrollado gran parte de su obra.
El último de sus libros se titula Leer con niños.

Por: Santiago Alba Rico*


Para matar a gran escala, lo sabemos, hay que mentir y además insultar y despreciar a las víctimas. Eso es lo que hizo EEUU en Iraq o lo que ha hecho siempre Israel en Palestina. Toda la izquierda compartió en 2003 esta denuncia al lado de la gente normal y decente; y se indignó y se condolió al lado de la gente normal y decente tras los bombardeos de Bagdad o de Gaza. Pues bien, ocurre que eso que tanto nos duele y enrabieta cuando son EEUU o Israel los verdugos se ha convertido en la rutina mental de la izquierda en su relación con Siria. Hemos aceptado mentir a gran escala para que el régimen de Asad y sus aliados ocupantes –Rusia, Irán y Hezbollah– maten a gran escala; y al hacerlo no sólo hemos abandonado y despreciado a las víctimas, sino que nos hemos separado de la gente normal y decente. Una buena parte de la izquierda mundial se ha situado, en efecto, al margen de la ética y al lado de los dictadores y de los muchos imperialismos que doblegan la zona. En una Europa en la que crece el neofascismo –y el terrorismo islamista– a velocidad acelerada, este nuevo error, sumado a tantos otros, nos puede costar muy caro.

Para permitir a Asad matar a gran escala ha hecho falta mentir mucho: ha hecho falta negar que el régimen sirio fuera dictatorial y afirmar, aún más, que es antiimperialista, socialista y humanista; ha hecho falta negar que hubo una revolución democrática muy transversal, no sectaria, en la que participaban millones de sirios, muchos de ellos de izquierdas, que no se reconocían en una dirección o un partido (una especie de 15M gigantesco cristalizado en Consejos y Coordinadoras Locales); ha hecho falta negar la represión brutal de las manifestaciones, las detenciones, las torturas, las desapariciones; ha hecho falta negar la legitimidad del Ejército Libre Sirio; ha hecho falta negar los bombardeos con barriles de dinamita y el uso de armas químicas por parte del régimen; ha hecho falta negar o justificar los bombardeos masivos de la Rusia de Putin; ha hecho falta negar la tolerancia de todos (Asad, Rusia, Irán, EEUU, Arabia Saudí, Turquía) hacia el crecimiento del ISIS; ha hecho falta negar la ocupación iraní de Siria; ha hecho falta negar el imperialismo ruso y su excelente relación con Israel; ha hecho falta negar la indiferencia errática de EEUU, que sólo ha intervenido para dejar el paso libre al mismo tiempo al régimen sirio y a Arabia Saudí; ha hecho falta negar el embargo de armas, que ha dejado la rebelión en manos de los sectores más radicales, tan contrarrevolucionarios como el propio régimen; ha hecho falta negar la existencia de manifestaciones simultáneas contra Asad y contra el ISIS (u otras milicias yihadistas) en pueblos y ciudades destruidos y asediados; ha hecho falta negar la ausencia del ISIS en Alepo, expulsado por el ELS en 2014; ha hecho falta negar el sufrimiento y terror de la población alepina bajo asedio; pero ha hecho falta –lo peor– negar el heroísmo, el sacrificio, la voluntad de lucha de miles de jóvenes sirios que se parecen a nosotros y quieren lo mismo que nosotros; ha hecho falta –aún peor y peor– despreciarlos, calumniarlos, insultarlos, convertirlos en terroristas, mercenarios o enemigos de la “libertad”. Nunca la izquierda, frente a una revolución popular, se ha comportado de un modo tan innoble: no sólo no se ha solidarizado con ella ni –una vez derrotada– ha honrado a sus héroes y lamentado el desenlace, sino que les ha escupido en la cara y ha celebrado su muerte y su derrota. Coherentes con este negacionismo típicamente imperialista (o estalinista) se ha situado al lado de la extrema derecha europea y ha reprimido además las movilizaciones en nuestras ciudades, criminalizando para colmo a la izquierda sensata que, al lado de la gente normal y decente, ha denunciado los crímenes de Asad y sus aliados sin  dejar de denunciar asimismo los de Arabia Saudí, Turquía y EEUU ni –por supuesto– el fascismo intolerable, en todo equivalente al del régimen, del ISIS o del Frente-al-Nusra.


Como dice el comunista Yassin Al Haj Saleh, preso 16 años en las cárceles del régimen y uno de los más grandes intelectuales vivos, Siria revela el estado de la vieja izquierda y certifica su muerte. Cuando hace seis años estalló una revolución democrática mundial cuyo epicentro fue el “mundo árabe”, la izquierda no estaba preparada ni para protagonizarla ni para aprovecharla; ni siquiera para entenderla. Hoy, cuando las contrarrevoluciones victoriosas extienden las redivivas “dictaduras árabes” a EEUU y Europa, la izquierda ha quedado fuera de juego como resistencia y como alternativa. Incomodados o molestos, todos los actores abandonaron o combatieron a las fuerzas democráticas sirias y todos –gobiernos, organizaciones fascistas y partidos comunistas– han acabado por coincidir en el relato del “mal menor” que condena a Siria a la dictadura eterna, a la región a la violencia sectaria y a Europa al terrorismo sin fin. Esta teoría del “mal menor” (¡mal menor el asesino de cientos de miles de sirios, bombardeados, torturados o desaparecidos!) ha sido la matriz histórica de esa “estabilidad” regional, opresora y mortal para los pueblos, que justificó durante la segunda mitad del siglo XX el apoyo occidental a todas las dictaduras de la zona. Tras una revolución malograda, ese modelo del siglo pasado vuelve ahora con ferocidad redoblada, embragado y lubricado por un sector de la izquierda que aplaude y se entusiasma con “la gran victoria” de Bachar Al Asad; un modelo hasta tal punto perteneciente al siglo pasado que se diría que algunos la viven –esa “gran victoria”– como si, 25 años después y gracias a Putin, la URSS hubiera ganado finalmente la Guerra Fría. Una cosa es segura: los que la han perdido también esta vez, en Siria y en Europa, y en Rusia y en América Latina, son la democracia y la justicia, las únicas soluciones posibles frente a los autoritarismos, los imperialismos y los fascismos –yihadistas o pardoeuropeos–, hermanos trillizos que van ganando terreno sin resistencia, que se reclaman recíprocamente y que, por tanto, sólo podrán ser vencidos si se los combate al mismo tiempo.

¿Cómo definir esas “revoluciones árabes” que hoy mueren definitivamente en Alepo con la complicidad del yihadismo y la complacencia de la amplia alianza internacional, de derechas y de izquierdas, volcada contra Siria? Esas revoluciones fueron, sobre todo, una revuelta contra el yugo de la geopolítica que mantenía congeladas, como bajo el ámbar, las desigualdades y resistencias de la zona desde hacía al menos 70 años. En un mundo de relaciones de fuerza desiguales entre naciones-Estado, la geopolítica impone siempre límites a toda política emancipatoria de izquierdas. La geopolítica –es decir– no es de izquierdas y, si hay que tomarla en cuenta para hacer mínimos progresos realistas frente a los imperialismos y en favor de la soberanía, no podemos llegar al punto de contradecir los principios elementales asociados al carácter universal de toda ética de la liberación: eso que antes se llamaba “internacionalismo”, cuyo impulso es necesario recuperar en una versión no-identitaria y democrática. El llamado “mundo árabe” (que es kurdo y amazigh y bereber y tubu, etc.) es el ejemplo más doloroso de una entera región, rehén de sus propias riquezas petroleras, sacrificado al interés común de potencias y subpotencias en liza: la así llamada “estabilidad”. Cuando los pueblos de la zona se rebelaron en 2011 contra este “equilibrio” monstruoso, sin pedir permiso a nadie y al margen de todos los intereses inter-nacionales, la geopolítica les cayó encima, como una camisa de fuerza, y la izquierda corrió, al lado de sus enemigos, a anudarle las mangas y apretarle los botones de hierro.

En un contexto en el que la hegemonía de los EEUU se debilita, en el que otras potencias igualmente imperialistas se independizan de su hegemonía para imponer sus propias agendas y en el que el campismo de la 2ª mitad del siglo XX es sustituido por un avispero de intereses reaccionarios contrapuestos muy parecido al de la 1ª Guerra Mundial –también porque no hay ahí ni una sola fuerza o proyecto anticapitalista o emancipador– la izquierda, sin entender nada del “nuevo desorden global” ni de su musculatura reaccionaria, se ha precipitado a entregar el pueblo sirio, atado de pies y manos, a un dictador asesino, a la Rusia de Putin, al Irán de los ayatolás y, de paso, al Estado Islámico y a las teocracias suníes del Golfo. Es decir, a lo que muy justamente Pablo Bustinduy ha llamado “la geopolítica del desastre”. No lo hace ahora y en nombre del “mal menor” (¡Franco y Pinochet un mal menor!). Molesta y desbordada por esas intifadas populares que no entendía (salvo un puñado de “trotskistas” que eran “trotskistas” sólo porque sí las entendían y las apoyaban), la izquierda mundial reaccionó desde el principio de la misma manera que los gobiernos y la extrema derecha: apoyando a los dictadores. Para los imperialistas eso no ha supuesto jamás un problema (“nuestros hijos de puta”) pero sí debería plantear alguno a la gente que se dice “de izquierdas”, que han acabado por renunciar a comprender el mundo al tiempo que a sus principios éticos y políticos. Para abandonar a nuestros afines sobre el terreno, apoyar a sus verdugos y dejar matar a gran escala, decíamos, ha hecho falta deshacerse de la verdad y someterse a los mismos clichés culturalistas, racistas e islamófobos de la peor derecha europea.

Apostando por un esquema geopolítico superado que impide abordar el “nuevo desorden global”, la izquierda ha abandonado, en efecto, sus principios éticos a cambio de nada; o, mejor dicho, para favorecer así el regreso, en versión expandida y agudizada, de las dictaduras, los imperialismos y los yihadismos. Este gran éxito geoestratégico se ha alcanzado a costa de aceptar una triple contradicción, incompatible con la universalidad de la ética de la liberación y brutalmente occidental y orientalista.

Aceptar este yugo geoestratégico –por lo demás ilusorio y mal fundamentado– supone, en primer lugar, declarar sin vergüenza que un madrileño tiene derecho a combatir una monarquía insuficientemente democrática y un bipartidismo corrupto y a desear, sin arriesgar la vida, más democracia y más justicia social para su país mientras que un sirio debe en cambio soportar una dictadura que lo encarcela, lo tortura y lo asesina y renunciar a todo atisbo de democracia y de justicia social.

Aceptar este falso yugo geoestratégico supone, en segundo lugar, declarar también que es mucho más grave que encarcelen a Andrés Bódalo en España que a Yassin Al Haj Saleh o a Salama Keile o a Samira Khalil, todos comunistas, en Siria; o que es mucho más grave la detención de unos titiriteros o el procesamiento de un concejal en Madrid que el asedio por hambre y el bombardeo de un entero país.

Aceptar este falso yugo geoestratégico supone, finalmente, reclamar con toda naturalidad el derecho de los españoles (o los latinoamericanos) a decidir si y cuándo y de qué manera pueden rebelarse los “árabes” contra sus dictadores. Los sirios, al parecer, deben hacer lo que les indique desde fuera una izquierda que se ha revelado impotente, inútil y ciega en sus propios países. Eso implica, además, vivir como una amenaza, y no como una esperanza, la voluntad democrática y las luchas sociales de los otros pueblos: los que luchan en condiciones más difíciles por lo mismo que nosotros se convierten no en compañeros sino en enemigos, no en valientes afines con los que hay que solidarizarse sino en criminales “terroristas”, ese término que tan justamente denunciamos o relativizamos cuando lo utilizan nuestros jueces o nuestros gobiernos “imperialistas”.

Una buena parte de la izquierda árabe, europea y latinoamericana –en resumen– ha sacrificado el internacionalismo a un orden geoestratégico en el que los pueblos y sus luchas democráticas no tienen ya ningún amigo y en el que, fuera de juego y en claro retroceso, esa izquierda ha dejado avanzar sin resistencia, ahora en todo el mundo, los regímenes contra los que se alzaron los “árabes” en 2011. No hemos comprendido nada, no hemos ayudado nada, hemos entregado al enemigo todas las armas, incluso la conciencia. La democracia retrocede desde Siria en todo el planeta. Alepo es, sí, la tumba de los sueños de libertad de los sirios, pero también la tumba de la izquierda mundial. Justo cuando más la necesitamos